Se suele caer con excesiva frecuencia en la descalificación genérica de los políticos argumentando que todos son iguales o que todos han accedido a la gestión pública llevados de intereses ocultos y con el fin predeterminado de enriquecerse a toda costa. Sin negar la evidencia de que muchos golfos han dedicado su vida profesional al lucro indecente e incesante bajo la bandera o las siglas de una o varias formaciones política, me gustaría decir en un día tan señalado como el de hoy (por favor, no digan nunca más eso de que las jornadas electorales son “la fiesta de la democracia”) que ese discurso no sólo no es justo, sino que es fruto del subdesarrollo democrático que evidenciamos en demasiadas ocasiones. Nadie puede negar que hay cargos políticos que aprovechan su paso por las administraciones para llevárselo crudo, del mismo modo que nadie puede negar que cuando son sorprendidos en la comisión de esos delitos han de responder ante la Justicia y que no son pocos los que han sido sentenciados a prisión. Pero lo que creo que debemos ir desterrando del ideario cotidiano es la idea común del trinque como único y exclusivo motor de impulso hacia el servicio público. La inmensa mayoría de políticos que conozco trabajan muchas horas y, con sus aciertos y errores, se dedican a intentar mejorar las condiciones de vida de los demás ciudadanos. Eso sí: los políticos que se aprovechan del cargo para enriquecerse o que hacen de la corrupción y la manga ancha un estilo de gestión, esos sí que son todos iguales. Y ahí no caben banderías o ideologías. Debemos extender el mismo desprecio por el que delinque, con independencia de su militancia, de su cargo o de cualquier otra consideración. Por lo tanto, no vivamos una jornada electoral más pensando en que vamos a votar a unas personas que son igualmente sospechosas de los más feos comportamientos, del mismo modo que, permítame que insista, no debemos hablar jamás de “fiesta de la democracia” para referirnos a este domingo abierto de urnas y expectativas.