La Voz de Almeria

Historias de Almería

Almería ya no tiene quien le escriba

Hay cosas que salieron -que van saliendo- de nuestras costumbres, como jugar al parchís, como merendar pan con chocolate; a las postales, como a los christmas, les ha pasado eso: que se han ido, arramblados por el whatsapp y la era digital

Típica postal almeriense de los años 60 con una imagen aérea del centro histórico y el puerto, al lado la playa del Palmer, la Alcazaba y una de las fuentes del Parque.

Típica postal almeriense de los años 60 con una imagen aérea del centro histórico y el puerto, al lado la playa del Palmer, la Alcazaba y una de las fuentes del Parque.

Manuel León
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Hace muchos años, recuerdo que en El Barril del Parque algunos domingos se sentaba sola una señora pelirroja de cierta edad en una de aquellas mesitas redondas donde reposaban botellines de cerveza y platos de cacahuetes. Parecía Virginia Woolf, pero no lo era. Ella no hablaba con nadie, ni levantaba la vista. Estaba concentrada, escribiendo con un bolígrafo de tinta verde frases con letra curva como si bordara sobre el papel. Esa dama, foránea por su aspecto, escribía postales como si no hubiera un mañana; rellenaba tarjetas que tenía depositadas en la mesa por docenas: de la Alcazaba, del Desierto de Tabernas, del Parque, de los tinglados del Puerto, de las barcas del Zapillo, de los hoteles de Aguadulce. Escribía y escribía aquella mujer en un rincón del Barril de Ginger, ajena a todo y a todos, trazando frases cortas, supuestamente en inglés, a direcciones lejanas que no necesitaban sobre y que llegarían semanas después desde ese lugar remoto que era hace 40 años, quizá siga siéndolo, Almería.

Hasta no hace mucho, en los estancos, en las tiendas, en hoteles como el Costasol o La Perla, había postaleros metálicos con las imágenes más icónicas de la provincia que los turistas iban eligiendo mientras giraban el armatoste. Cada cartulina tenía un brillo especial y era la manera de que las ciudades no estuvieran tan lejos mientras hubiese postales y buzones. Todos hemos tenido en la casa familiar alguna de aquellas antiguas cajas de galletas llenas de fotos antiguas de parientes y de postales de viajes que hicieron nuestros padres o nuestros titos.

Hubo un tiempo en que cada viaje llevaba consigo una promesa: la de enviar una postal. Antes de que las pantallas y las redes sociales dominaran como caciques nuestra forma de comunicarnos, esas tarjetas ilustradas eran el puente entre la distancia y el afecto; pequeñas ventanas que mostraban paisajes, rostros lejanos y momentos únicos. En Almería -como en el resto de España- esta costumbre empezó a popularizarse a finales del siglo XIX. Desde entonces, se convirtió en un gesto habitual para viajeros y turistas que encontraban en estas imágenes impresas una manera sencilla y elegante de compartir experiencias como en un antecedente arcaico del postureo.

Durante el siglo XX, enviar estas tarjetas se transformó en un ritual casi obligatorio. La estanterías de las tiendas de souvenirs se llenaron de imágenes coloreadas: playas, iglesias o fiestas populares. Cada postal llevaba consigo no solo una fotografía, sino también la calidez de unas palabras escritas a mano, que llegaban días después al buzón del destinatario, cargadas de emoción: “Querida familia, qué bien lo estamos pasando, os mandamos esta postal tan bonita con el paisaje tan verde. Besos de papá y mamá que os quieren”.

En Almería, las postales, desde aquellas primerizas de Hauser y Menet que se vendían en la librería Sempere, donde estuvo después El Blanco y Negro, hasta la de Arribas, posteriores, adquirían siempre un encanto especial por la luz mediterránea, por los contrastes únicos entre la aridez y las playas infinitas. Almería fue uno de los lugares más fotografiados para postales en los años 60 y 70 gracias al auge del turismo y el atractivo cinematográfico de sus escenarios.

Aunque la era digital, el envío de fotos a mansalva vía whatsapp ha reducido y casi aniquilado esta añeja costumbre -como la de los christmas de Navidad, como la de leer en papel, como la de tantas cosas- enviar una postal sigue siendo un gesto cargado de autenticidad: escribir unas líneas, elegir el sello y confiar en el viaje del papel es una experiencia que conecta con la esencia del ser humano contemporáneo. En un mundo acelerado, de instantaneidad y exigida inmediatez, las postales nos invitaban a detenernos, a mirar con calma y a compartir no solo una imagen, sino una emoción, aunque hayan sido confinadas casi exclusivamente a territorio de coleccionistas, rastros ambulantes y ferias de papel. Cada postal almeriense que partía a algún lugar del mundo, escrita en el reverso y con las dunas de Cabo de Gata en el anverso, era una forma de compartir la luz y el sabor a sal.

En los años 60 del siglo pasado se revolucionó aún más la usanza de franquear postales por el crepitar de los de viajes turísticos: las representaciones de El Escorial o del Acueducto de Segovia fueron siendo sustituidas por piscinas de paradores o playas con sombrillas enormes. También enviaban postales los quintos de Viator, con ilustraciones del Mesón Gitano o de la fuente de los peces; o los ferroviarios que llegaban hasta Almería en alguna comisión de servicio, que despachaban a su novia alguna postal con la luz y el cielo azul de Almería.

En ese tiempo, sin fotografías ni postales, nuestra memoria viajera sería un mapa mudo del mundo; las postales han funcionado como faros de nuestra experiencia nómada, iluminando los hitos de cada lugar, nombrando paisajes y recomendando monumentos.

Con el paso de los años, los buzones de las viviendas y edificios se fueron llenando de facturas y cartas del banco y las postales empezaron a desaparecer, quedando reducida a un pequeño ritual de los más tenaces, como un atavismo más, como el renacimiento de los discos de vinilo.

La postal sobrevive hoy como souvenir turístico, como una reliquia, y algunos almerienses robinsones las siguen enviando, quizá como un acto rebeldía contra el pixel, casi siempre asociado a la nostalgia de un tiempo en el que el papel viajaba despacio y llegaba como heraldo del disfrute de un viaje de nuestras personas queridas. 

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