La Voz de Almeria

Almería

“Es más fácil obedecer que mandar”

Cristóbal Esteban López no es un médico con vocación de escritor que mantiene sus pensamientos revolucionarios desde que estuvo en Cuba

Cristóbal Esteban en su despacho de la calle Emilio Ferrera, donde vive rodeado de libros y de sombreros.

Cristóbal Esteban en su despacho de la calle Emilio Ferrera, donde vive rodeado de libros y de sombreros.

Publicado por

Creado:

Actualizado:

Siempre tiene un cigarrillo entre los labios y una idea bajo el sombrero. Por la mañana, lo primero que hace es  fumar y el primer lugar que visita después del cuarto de baño es el estanco. Es médico pero no quiere oir a hablar de enfermedades ni de los efectos nocivos del tabaco. Mientras que tenga fuerzas para seguir fumando lo va a seguir haciendo. Cada uno elige su destino.


De su vida cuenta que la mañana en la que su padre fue a hacerle la partida de nacimiento, el responsable de inscribirlo tuvo trabajo doble y dijo algo así: “Me podía haber quedado en la cama”. Aquella mañana su padre tuvo la inspiración de ponerle Cristóbal Ezequiel de la Santa Cruz Esteban López, y porque no se le ocurrieron más nombres.


Nació en el cortijo el Barranquillo de Canjáyar en 1944 entre parrales y balsas. Su padre se había hecho médico después de la guerra por lo que el niño tuvo una infancia itinerante, siempre de un lugar a otro, allá donde mandarán a su padre. Trabajó en Almería en la llamada casa de la perra gorda, en la Plaza Circular; fue practicante en Pechina y médico de las Pocicas, Líjar, Chercos, Lúcar y Alboloduy.


Tanto cambio de casa provocó que el niño no llegara a cogerle cariño al colegio ni tampoco a los maestros. “Estando en Alboloduy le dí una pedrada a don Juan. Me pegó más de lo que me merecía y tuve que hacerlo. El castigo fue muy duro: mi padre me puso a trabajar en la carretera del empalme de Gérgal. Yo era el pinche del agua, al que los obreros le gritaban; “Niño, agua”.


También tuvo sus disputas con el maestro de Canjáyar, don Bartolomé, que se enfadaba cuando el niño soltaba un gorrión en medio de la clase y lo solucionaba desenfundando la vara de almendro. “Sigo creyendo que todos los niños deben de aprender jugando y yo lo hacía a menudo cuando estaba en el colegio, pero después tenía que poner las manos para que me dieran palmetazos y utilizar el método del ajo para que no me hacieran tanto daño”, asegura.


El recurso del ajo al que él recurría es un viejo aliado de los niños de la antigua escuela, pero no está comprobado con rigor que frotarse con ajo las manos te garantice salir ileso de una buena tanda de palmetazos. “Yo no sé si me dolían los palos más o menos con el ajo, pero sí sé el cabreo que cogía el maestro cuando me olía las manos”.


Estudios
Estando en Íllar se preparó para el Bachillerato de la mano de don José Ropero, uno de aquellos profesores que eran sabios y que sabía cómo tratar a un niño con cierta inclinación a la rebeldía para no herir su sensibilidad. “Fue mi universidad. Aprendí mucho a mi manera, sin imposiciones”, recuerda.


Después se examinó de Reválida de cuarto como alumno libre y en quinto se matriculó en el colegio Diocesano de la Plaza de la Catedral, en una época donde la disciplina era estricta y donde existía la creencia que todo el que salía aprobado del centro tenía asegurado el éxito en una futura carrera. “La verdad es que te obligaban a aprender y se estudiaba, pero tuve una mala experiencia con un cura que disfrutaba castigando. Eran tan despistado que se acostaba con sotana, otras veces con fulana y otras con mengana”, cuenta.


Cuando aprobó el Bachillerato hizo el ingreso para Magisterio, pero se retiró a tiempo al comprobar que no estaba preparado para enseñar. Eran tiempos de dudas, de no saber qué camino coger, por lo que optó por irse al servicio militar, nada menos que a la Legión y a Ceuta cuando era la Legión de verdad, aquella de los primeros tatuajes y de los botones de la casaca abiertos aunque fuera diciembre. “Aprendí mucho. Me enseñaron lo que era la disciplina de verdad, que me hacía falta, y aprendí que es más fácil obedecer que mandar y que es mejor ser segundo que primero, hacer lo que tengas que hacer y pasar desapercibido”.


Medicina
Fue en 1969, ya licenciado, cuando se centró de nuevo en los estudios y quiso labrarse un futuro. Escogió el mismo camino de su padre, Medicina y se lo tomó como un sacerdocio. “Cuando empiezas a ejercer aprendes que no se puede ser médico de cuatro a ocho, o de diez a una, sino a todas horas,en cualquier momento que un paciente te necesite”, subraya.   Ejerció en Puertollano, en las minas de Almadén cuando la actividad era todavía frenética, en Huércal Overa y en el hospital de Torrecárdenas. Además, puso una consulta de traumatología, primero en la calle Reyes Católicos y después en su domicilio de la calle Emilio Ferrera, por la que ha pasado todo el barrio en los últimos treinta años.


El tiempo libre que le dejó el trabajo lo aprovechó para viajar. En su búsqueda por el sitio perfecto se encontró con Cuba. La experiencia le cambió la vida. Se enamoró de Cuba después de recorrer sus calles, de beber en sus bares y de enamorarse de una cubana. “Me quedé sorprendido cuando fui por primera vez al comprobar que aquello era España, que tenía la sensación de haber estado allí cientos de veces, que toda aquella gente era conocida”.


Cristóbal habita hoy otra isla, la que va del salón de su casa al estanco de la calle Mariana y al bar de la esquina de la calle de las Tiendas, donde siempre encuentra un amigo con el que compartir. Sus días transcurren serenos, sin prisas, sin trabajo, saboreando cada minuto, gestando ideas en el sillón de su despacho, donde vive rodeado de libros, de papeles y de sombreros, y donde el retrato de su mujer cubana preside la pared principal y la llena de nostalgias.


tracking