El centinela de la casa de la ciega
Antonio Morales Medina habita una de las casas más hermosas que quedan en el barrio de La Alcazaba. Era de su tío abuelo, el pintor Miguel Padilla Pacín. A

Antonio Morales en su mesa del despacho de la vivienda de la calle Descanso que él mismo rehabilitó en los años 70.
Hay casas que después de una larga vida, después de más de un siglo formando parte de la historia de la ciudad, las destruyen por dentro para rehabilitarlas, dejando en pie nada más que su fachada. En ese proceso de derribo interior, en el que van cayendo las paredes, los muros de contención, las vigas de madera, el cuarto sombrío y húmedo del retrete, el saloncito donde la abuela se mecía junto a la mesa de camilla y la escalera de caracol, la casa va perdiendo su esencia hasta quedarse en eso, en una fachada donde ya no quedan rincones reconocibles donde aniden las viejas historias.
A finales de los años setenta, cuando al joven estudiante de arquitectura Antonio Morales Medina, su tío Arturo, viudo de Celia Viñas y dueño de una hermosa vivienda en la calle Descanso, le propuso rehabilitar la casa, él aceptó. Sabía que su experiencia era escasa después de dos años de carrera, pero poseía un conocimiento mayor para afrontar el reto: comprendía la casa, reconocía ese espíritu que tenía que conservar para que no perdiera la vida acumulada que se respiraba en cada una de sus habitaciones. “Yo era un pipiolo de segundo de Arquitectura cuando me encargó el proyecto. Él quería que no se perdiera el alma de la casa y me dijo que yo era la persona adecuada, pues había vivido sus rincones y conocía la historia que en ellos se guardaba”, reconoce.
Eran los años en los que muchas familias de los barrios antiguos despreciaban las casas viejas donde habían nacido, cegadas por la moda del piso nuevo en las afueras. El trabajo de Antonio Morales se basó en la necesidad de que la casa de sus familiares, después de terminada, no pareciera nueva. “Traté de que mantuviera intacta su tipología almeriense y para ello partí de un patio de luces como elemento de distribución del resto de las habitaciones. Pensé en un patio cubierto, tan característico de la Almería antigua, donde entrara la luz, pero no el viento”, me cuenta.
En una de las paredes del patio, presidiendo la casa desde las alturas, destaca un cuadro gigantesco pintado en 1903 por su tío abuelo, el artista almeriense Miguel Padilla Pacín. En ese lienzo reposa la sustancia que mantiene viva toda la memoria de la vivienda. Es el retrato de la vieja gitana del tracoma y su nieta. No se trata de un personaje de ficción, sino de una mujer muy conocida en la ciudad a comienzos del siglo veinte, una gitana del barrio de La Chanca que envuelta en harapos recorría las calles principales para pedir limosna de puerta en puerta. Por el aspecto de su cuerpo, no debería de tener más de cincuenta años, pero la pobreza que arrastraba y la enfermedad de sus ojos le daban el aspecto de una anciana.
La gitana que pintó Pacín conservaba todavía un hilo de vista que le permitía ver de cerca, pero para andar por las calles necesitaba de la ayuda de una nieta que era su lazarillo, la que la acompañaba a mendigar, la que llevaba la cesta donde iban depositando las limosnas que les dejaban los buenos corazones de la gente generosa.
Poco tiempo después de que el pintor plasmara en el lienzo las figuras de la vieja y de la niña, la gitana se presentó en la casa de la calle Descanso buscando desesperadamente al artista. Esta vez no iba a pedir unas monedas ni un trozo de pan par quitarse el hambre. La vieja, con sus maltrechos ojos llenos de lágrimas, le suplicó a Miguel Padilla Pacín que la dejara entrar en la vivienda para poder ver el retrato de su nieta. La niña acababa de morir y el único consuelo que le quedaba a la gitana era poder recordarla viendo aquel cuadro. Durante años, mientras la mujer tuvo fuerzas para andar, la vieja gitana del tracoma se asomaba al patio de la casa cada vez que pasaba por la calle para poder ver de cerca a la nieta fallecida.
Rincones A partir de ese patio de luces que preside el cuadro de la ciega, la vivienda se despliega reconocible, conservando los detalles que evocan el dios del lugar: la chimenea que llena de sugerencias el comedor; el suelo de losas de mosaico de una de las habitaciones, que fue el último que hicieron en la desaparecida fábrica de ‘la Cartagenera’; el pequeño jardín con amplios ventanales por donde corre el fresco en los meses de verano; o el viejo cuarto de los santos, donde reinan los crucifijos y las imágenes religiosas que antiguamente guardaban las casas de los malos espíritus. Allí, sobre la mesa de noche, descansa una estampa vetusta de San Ramón Nonato, patrón de los partos, uno de los inquilinos más antiguos que pueblan la casa.
Antonio Morales recuerda que en los tiempos de su abuela, las vecinas del barrio acudían a la casa cada vez que iban a dar a luz para pedirle prestado el grabado del santo y que las protegiera durante el parto. Hoy ya no ampara a las embarazadas, pero mantiene su fuerza evocadora como un elemento imprescindible de la vivienda, como el espléndido despacho lleno de luz y madera, o la terraza que corona la casa, donde hace años que dejó de verse el mar, pero donde aún es posible saborear el perfume de la ciudad auténtica.
Antonio Morales habita la vivienda como el centinela de un castillo rodeado de tesoros. La casa le ofrece el refugio que necesita para apartarse del mundo. Dentro lo tiene todo: sus libros, sus cuadros, la luz que lo llena de vida y los silencios que le ayudan a conocerse mejor. Si usted entra en la vivienda, nada más atravesar el umbral de la puerta podrá comprobar que entre las estanterías, por las alturas del patio de luces, o entre las sombras del jardín, se siente un rastro de vida que todo lo envuelve. Es el duende del lugar, que nunca descansa.