La Voz de Almeria

Almería

El Centro: Un día a día a caballo entre el pasado y la modernidad

Río Preto Radio y La Colmena presiden la avenida Pablo Iglesias desde los años 60

La Puerta Purchena  en una de las fotografías históricas de  Almería que la tienda de antigüedades Río Preto Radio atesora como reliquias.

La Puerta Purchena en una de las fotografías históricas de Almería que la tienda de antigüedades Río Preto Radio atesora como reliquias.

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La Puerta Purchena es un enclave que, aun encontrándose en pleno centro de la ciudad, sigue manteniendo un tipo de vida más cercano a las costumbres populares que a la rapidez de la urbe.


La sencillez que se aprecia en las calles que suben hacia el Quemadero -con casas cuyo número de plantas disminuye a medida que se avanza- parece estar completamente disociada de la imagen que ofrecen los imponentes edificios cercanos al Paseo de Almería.


En la avenida Pablo Iglesias se sitúa la tienda de antigüedades Río Preto Radio, que los padres de Andrés Felices Blanes abrieron en 1962. Tanto entonces como ahora venden todo tipo de artilugios, desde los revalorizados vinilos a utensilios de cocina, disfraces, imaginería religiosa y bombonas de gas. “Yo vendo de todo menos artículos alimentarios”, explica Andrés, con un fondo musical a cargo del fallecido Leonard Cohen.


En su opinión, “quedan pocas tiendas con solera” como las panaderías, peluquerías, farmacias, fruterías, ópticas y churrerías de barrio. Establecimientos que han soportado el rigor económico impuesto por las grandes superficies y las cadenas comerciales.


“Aquí no vas a encontrar un Zara o un gran supermercado, pero los tienes ahí al lado, en el Paseo”, añade el propietario de Río Preto Radio. A su comercio “viene mucha gente de fuera”, por situarse justo al lado de la Puerta Purchena. “Pero, un poco más arriba, encuentras a vecinos que van todos los días a comprar el pan, la leche y otros productos del estilo en su tienda de toda la vida”.


“He visto pasar a varias generaciones por aquí”. Cuenta que los que empezaron viniendo de niños a comprar figuritas para el Belén han vuelto, al cabo de los años, con sus hijos y nietos. “Nos ha visto crecer a todos los de la zona”, comenta una clienta  mientras charlamos, al tiempo que rebusca entre unos discos sobre el mostrador.


Se trata de un barrio que, al igual que las zonas costeras, se rige por la estacionalidad, pero de forma inversa. El centro se vacía en verano porque muchos habitantes se trasladan a su segunda vivienda junto al mar. “Se nota sobre todo a partir de junio, cuando les dan las vacaciones a los niños en el colegio. Ya hasta septiembre no se vuelve a llenar esto”, especifica Andrés.


Junto a su tienda se encuentra la confitería La Colmena, inaugurada en 1961. Una vitrina expone añejas piezas de porcelana que rezuman nostalgia y una pared sirve de soporte a varias fotografías de David Bisbal con una enorme tarta de la Unión Deportiva Almería.


En opinión de la propietaria, Antonia Fornieles Puertas, el barrio “ha cambiado un montón”. “Muchos de los vecinos que había antes se han ido. También hacen falta mejoras porque las calles de arriba están muy descuidadas”.


La vida de antes “Como ocurre en los pueblos, limpiamos nosotros mismos las aceras y la mayoría de los comercios cierra los fines de semana”. Tal circunstancia no disuade en demasía a los compradores: “Llevamos tanto tiempo que ya tenemos clientes fijos”. Su confitería es de las pocas en que aún disponen de obrador, un taller artesanal en el que elaboran los dulces a mano, al modo tradicional.


De ello se ha estado ocupando Javier Lara Garbín en los 16 años que lleva trabajando en La Colmena. Entre merengues, ‘gaticos’, magdalenas, palmeras, cruasanes, ‘chinos’ y toda clase de bollos rellenos, Javier asegura que los establecimientos que ofrecen a los consumidores almerienses una repostería de elaboración propia se cuentan con los dedos de una mano.


Antonia habla, por otro lado, de los “trabajadores que entraron como aprendices y se han jubilado aquí”. “Somos como una familia y nos hemos juntado en bautizos, bodas y comuniones”.


Sin embargo, lo más probable es que el negocio muera cuando se jubile: “Mis hijos se dedican profesionalmente a otras cosas y a mis sobrinos tampoco les interesa continuar con esto”. “Es que es muy sacrificado. Se trabaja toda la semana y el margen de ventas no es muy grande”.


Para ocuparse de un local del estilo hoy en día “hay que valorarlo”. “Especialmente los padres cuando les compran la merienda a sus hijos”, enfatiza Javier.


“Hay en sitios que venden delicatessen y, por ejemplo, por un cruasán artesano te cobran 2,50 euros. Aquí si quieres vender un cruasán a 2 euros te dicen que es caro”. Sin embargo, detrás de cualquiera de esos productos hay todo un proceso manual que, obviamente, cuesta dinero.


El quiosco Amalia es otro de los grandes testigos de la evolución del centro. “Era de mis bisabuelos. Yo lo conocí en la etapa de mis abuelos, que lo legaron a mis padres, y lo regento desde 2007”, explica Antonio Carreño del Águila.


“Lo curioso son las familias que vienen las tres generaciones a diferentes horas. Son clientes por separado, cada uno en su ambiente”. “Se oyen tantas cosas en el quiosco que un buen amigo de mi padre le comentó una vez que estaba perdiendo una gran oportunidad no anotando cada día lo que pasa”, cuenta Antonio.


“Antiguamente casi no había bares. Había bodegas. Cuando a los clientes les apetecía algo caliente pedían un americano, que es una mezcla que se prepara vertiendo leche muy caliente sobre una corteza de limón para que coja bien el sabor. Luego se le añade una pizca de azúcar y licor de cola. Antes se servía en muchos sitios”.


“En los 50 empezaron a llegar las cafeteras, se puso de moda el café y se dejó de tomar el americano. En los 80 se fue poniendo otra vez de moda y en la actualidad es la bebida que más servimos”.


“Muchos nos han dicho que cuando hemos cerrado el quiosco se veía vacía la Puerta Purchena, que faltaba la luz por la noche. Y padres con hijos jóvenes que empiezan a salir les dicen que tomen el quiosco como punto de referencia cuando vuelven a casa, por si necesitan algo o tienen algún problema”.


“Antes, cuando había más hoteles por esta zona, la gente importante que venía se hospedaba aquí, así que pasaban por el quiosco. Y me llamó la atención de niño, una vez que vino la Selección de Baloncesto, ver desfilar a hombres tan altos porque hasta el más bajo le sacaba más de una cabeza a cualquiera. Me sorprendió porque yo nunca había visto personas tan grandes”.


También existían por aquel entonces el restaurante Imperial y el Rincón de Juan Pedro, hoy desaparecidos; si bien del último queda un recodo. Se dividía en dos establecimientos de los cuales uno sigue en pie. 
Antonio cuenta que los de la zona “los distinguían entre el de los ricos (en la plaza del Carmen) y el de los pobres (en la calle Federico de Castro)”, de acuerdo al poder adquisitivo del cliente tipo.


Juan Pedro Alarcón dirige el segundo de estos restaurantes, en el que llama la atención una ramita de Romero junto a una copa llena de corchos de botella como elemento decorativo. La estancia está inundada de detalles. En las mesas, los manteles de tela parecen detener su vaivén para escucharle: “En 50 años hemos visto Almería avanzar y modernizarse y hemos crecido con ella”. “En los 70 esto era el centro, que se ha desplazado”, comenta.


Aquella era la época del desarrollo cinematográfico, que atraía a los locales a los actores que estaban de paso en la provincia. Es el caso de Clint Eastwood, que estuvo comiendo en el restaurante antes de hacerse famoso. También era el tiempo de profesiones hoy casi inexistentes, como la del limpiabotas que recorría todos los hoteles o las de zapatero o relojero.


“Los primeros turistas extranjeros eran, en su mayoría, franceses. Luego empezaron a llegar alemanes, ingleses e italianos. Y nos llamaban tanto la atención... Por la forma de vestir y las costumbres, diferentes a las nuestras. Venían a las siete de la tarde pidiendo una mesa para cenar y pensábamos que estaban locos”. 
También pasaban por allí los toreros, que se alojaban en el hotel La Perla: “Impresionaba ver a un torero salir del hotel con el traje de luces. Lo veías como algo grande”.


Asimismo, relata que “cada 45 días habías una jura de bandera”. “Eso suponía que viniesen 1.500 militares más sus familias, con lo que se llenaban pensiones y restaurantes durante ese fin semana”.


“En el centro había 7 u 8 cines: el Apolo, el Cervantes, el Imperial, el Roma, el de Reyes Católicos…”. Con la llegada del buen tiempo, abrían las terrazas de verano: “Por 20 duros podías ver dos películas de estreno y comprarte una Coca-Cola. Te llevabas tu bocadillo y echabas la noche”. Rememora el suave aroma a jazmín o “esas sillas de hierro que, con el helor de la noche, te daban un escalofrío…”. “Por eso nos llevábamos rebecas”, apunta.


Otro de los olores que recuerda con cariño es el del caramelo fundido, que impregnaba el ambiente del Paseo al instalarse la feria en el parque Nicolás Salmerón.


Una estampa igualmente simbólica era la del heladero con su carrito de cubetas de aluminio: “Yo le compraba un helado de tutifruti y era de lo más feliz”; en aquellas décadas en las que las llamadas se efectuaban pidiendo conferencia a las operadoras telefónicas, empleando las cabinas de los bares a cambio de unas fichas.


Eran los años de los campos de fútbol de tierra: “Hasta que construyeron el estadio Franco Navarro -que hoy se llama Juan Rojas-, no vimos un campo de hierba en Almería”.  “En verano cuando terminabas de trabajar te tomabas algo con los compañeros y te quedabas hablando hasta las dos o las tres de la mañana. Y si pasaba algún coche las piedrecillas saltaban como si fueran balas”; algo que no les impedía disfrutar de la vida entre calles mal asfaltadas.


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