Sacar las castañas del fuego
En un tiempo atrás fueron una merienda económica

Castañeras de Adra, Adela y Conchi.
Ellas no han faltado a la cita. Se llaman Adela, con vestido negro, y Conchi. Son la alegría de la esquina urbana con alusión a humillo de cabaña de bosque. Como quien cumple un deber, con su carrillo y cajón elevado sobre cuatro patas, como un pupitre con su hornillo, aun cuando el otoño nos haya resultado caluroso.
La castañera no se ha dejado despistar por ello, no se ha intimidado porque las heladerías prosigan haciendo su agosto, y ellas se lo han propuesto a lograr desde el pasado mes de octubre. Si, además, hace calor, eso no es cuenta de las castañeras. Esta es la única manera de que las tradiciones sigan su marcha a lo largo de los tiempos.
Encender su lumbre, rajar las castañas con una navajilla y ponerlas a asar. La castañera no habla ni grita ni acude a ninguna especie de reclamo. Basta con el efecto que el tufillo de su mercancía produce en el olfato de los viandantes, cuyos jugos gástricos sienten el estímulo que se les ofrecen y sugieren a su dueño ese pensamiento grato de tomarse unas castañitas asadas.
Son las castañeras, una de las profesiones con más solera, y uno de los primeros signos callejeros que nos avisa de que la Navidad está ya a la vuelta de la esquina. Sin embargo, como ocurre con casi todos los oficios con tradición, el de castañera tiende a desaparecer.
Pero, desde mi niñez han pasado muchas cosas. Han perecido muchos tipos, han sucumbido en los otoños de la vida infinidad de costumbres y hasta de mitos; pero la castañera sigue impasible y tierna, luctuosa y conmovedora. Aquellas estampas clásicas del brasero y de la castañera.
Es un trabajo duro y hay que estar al pie del cañón. La castaña cobra su momento álgido en la temporada navideña, sirviéndonos como elemento evocador de un tiempo pasado, el de la infancia; cuando un puñado de castañas se convertía en algo más que una tradición, en una antelación de los dulces, del turrón, y en el modo más eficaz para calentar unos dedos diminutos. Un cartucho de castañas resolvía el problema de la merienda económica mejor que ninguna otra cosa por entonces.
La castañera es siempre el anticipo del invierno. Entre nosotros, la castaña asada no es solamente un alimento, sino una tradición. La corneta que avisa, y así, pasará el otoño y la castañera seguirá en la esquina. Quien no recuerda aquellas castañeras de piel arrugada y abrazada en su toquilla ofreciendo su mercancía. Aquellos rostros y nobles de las humildes vendedoras. No había mejor argumento amoroso-gastronómico para las parejitas que compartir un cucurucho de castañas.
Altas temperaturas aún
La castañera tiene la seguridad de que ella no ha sufrido ningún error, o confusión alguna. Son muchos los años que lleva acudiendo exactamente a la cita y sabe muy bien que, por parte de ellas, no falló nunca. Ya es el tiempo de asar castañas, digan lo que quieran los termómetros. Aunque la gente al pasear junto al puesto vaya vestida aún verano y las mujeres se abaniquen, ellas sonríen, pero saben que en el fondo no hay confusión posible.
Estamos inmersos en el mes de noviembre y hace calor. La castañera es noticia del día. Siempre aparecen en las esquinas de la ciudad en los primeros días de noviembre. Dichoso mes que empieza con Todos los Santos. Se habla de castañeras porque esa es también la tradición, es decir, que quienes nos sirvan las ricas castañas asadas sean mujeres, aunque en los últimos tiempos también ha hecho que los hombres pasen a formar parte de este duro oficio de temporada.
Me contaba Arturo en su día que su madre vendía también castañas a diez céntimos el cartucho. Sea bienvenida esta fruta de invierno, como indicio de que un día no lejano llegarán días tempranos, más cálidos. Aunque ellas se resisten a desaparecer, es indudable que las castañas tostadas aún no están en trance de pasar al olvido, porque estos puestos, nos ponen en la mano nuestra pérdida infancia.