900 islas de resistencia: el coraje de las aldeas y las cortijadas de Almería
La despoblación acecha a un gran número de municipios de Almería

La despoblación acecha a un gran número de municipios de Almería.
Son vestigios de un tiempo en el que la agricultura y la ganadería eran un modo de vida transmitido de padres a hijos. Son casi 900. Despobladas, pero aún tienen vida. Los últimos combatientes de un mundo con semillas feudales. De cortijadas, pedanías, aldeas y diseminados perdidos en cualquier despeñadero. De ramblas añorantes de agua donde crecen las retamas secas y las ranas saltan en busca del último charco con barro. Son los añorantes dueños de norias de cangilones, de balsas con algas y sapos parteros. Huertas donde aún nacen los rábanos con sabor a tierra. Como la gente de Las Ahullas (16 residentes), Casablanca (17), La Cinta (9), El Germán (8),Los Cojos (41), Los Gilabertes (14), Los Coloraos (40), Los Lázaros (28), El Chpo (7), La Hoya (18), Los Huevanillas (8), Los Llanos (9), Los Carrascos (16), todos de Arboleas.
La historia de nuestras aldeas va de chimeneas donde el invierno huele a leña guardada en la trastienda de un caserón en el que cada habitación vacía es la presencia de una ausencia. Ausencias como las que se perciben en Fuente de la Higuera (66), en Benizalón; o las de Castala (28), Chirán (11), El Cid (13), La Peñarrodada (33), El Río Chico (5), Río Grande (23), Hirme (18), todos de Berja.
Son ellos. Nosotros. Los que hemos nacido cerca de un cauce mustio que, a veces, era un río desbocado, entre majadas y ribazos donde sestean los caracoles serranos en tardes de lluvia y arcoiris. Los que bajaban al mercado del pueblo a hacer un trato con bestias y chateaban en los bares hasta que el sol agotaba su aliento. Como los de El Campico (25), Los Giles (14), Los Matreros (11), Los Pinos (30), La Serena (32) y El Pinar (7), todos en Bédar.
Los que, al alba, con el canto del gallo, con el aroma de un café solo y un revuelto cortijero de huevos, tomillo y jamón, ya han ordeñado las primeras cabras, apañado el grano en los corrales, esturreada la lechuga a las gallinas, escardadas con la guadaña las malas hierbas en el sembrado de cereales. Como la gente de Las Adelfas (11 habitantes), El Camino Real (30), Las Juntas (4), Los Milanes (1), Montagón (34), todos de Abla.
Son ellos. Nosotros. Los que aguantaron durante años el sobrenombre de palurdos, paletos, cortijeros, lugareños. Esos que se negaron a vivir en los suburbios de la ciudad en pisos con humedad y tabiques de papel de fumar y miran con compasión a los inquilinos de la vida healthy. Sí, los que observan atónitor la tontuna de la moda de los del batido de jenjibre, los bowl de gachas de avena y las tostadas de aguacate y chía. Los que, atados a la hoz, han seguido madrugando, en los albores del verano, con las gavillas a cuestas y la hoz en la mano, ajenos al ruido de los claxon. Hombres y mujeres de labranza, dueños de mulas mecánicas y tractores que suben los collados como demonios. De perros lanudos que brincan por las sierras cuando el pastor rechista al rebaño. De cantes fermentados con vinos del país en los despertares de la trilla. Como las gentes de Los Monjos (4), El Pago de Escucharanos (17), El Camino Real (7), todos de Abrucena.
Son ellos. Nosotros. Gentes de vareo y de fardos, de escalera y ordeño, de guantes y gorro para el helor de la mañana. De tolvas y garbillos por donde cae la aceituna y se deslinda de sus hermanas las hojas. Como las gentes de La Alcazaba (41), La Alquería (20), El Campillo (20), El Canal (18), Cuatro Corrales (13), fuente del Ahijado (48), La Fuente Santilla (18), Guainos Alto (30), Calajunco (3), Guarrías (3), La Loma de los Vargas (2), Los Moras (6), La PArra (15), La Parra (1), El Patio (13), Los Pérez (4), El toril (38) y Venta Nueva (21), todos de Adra.
De brevas por San Juan y, por Santón, leña, papas y candelas. De macetas que exhalan perfume de lavanda, romero y rosas alimonadas. Como los 6 vecinos del Barranco del Infierno, los 3 de Los Caledas, Los 2 de La Carrasca, los 5 de la Fuente del tío Molina, los 7 de Los Morillas, los 14 de La Palmera, los 2 de La Piedra de Zahor y los 10 de Tía Lucía, todos de Albanchez.
Son ellos. Nosotros. Los que vieron hundirse Benínar. Y en Sierra Almagrera, el poblado minero de ‘El Arteal’, donde el paseante se abruma y se asusta cuando pasa por el economato, las escuelas y las viviendas agujereadas por el tiempo y el ocaso. Despoblados como Portocarrero, en Gérgal, aldeas que un día tuvieron viday son pueblos fantasmas. Como las minas de Serón en el poblado de Las Menas, donde los jabalíes y las cabras duermen en los aposentos de los viejos mineros. Como El Hueli, en Sorbas, con sus cortijos clavados en un cerro arcilloso, sus pitas olvidadas, sus chumberas exuberantes, sus tejas intactas, sus balsas y acequias y albercas y sus huertos muertos. Y sus tierras, hoy abandonadas, en espera de que, algún día, cobren vida en el silencio del olvido.
Son ellos. Nosotros. Los herederos de la memoria de los sitios que murieron. Como el Marchalico Viñas, en Sorbas, entre riscos y arbustos, un balcón sobre el río Aguas que fue abandonado hace cinco décadas. O como el Derde, en Los Vélez, 15 casas perdidas en la inmensidad de un llano, escenario de pastores, trigo y avena, de almendros y molinos. Como Los Canos, abandonado en los 60, el hábitat de las encinas milenarias de Serón, con su escuela y su aislamiento misterioso. Lo que algunos llaman el Pucchu Almeriense.
Son ellos. Nosotros. Los que nacimos en cortijos donde no había prisa por vivir. De compañera, la calma. De acompañante, la paciencia. Los que sabíamos la hora del día por la posición del sol. Los que comíamos verde sin colorantes ni aromatizantes. Los que disfrutábamos de las pequeñas cosas. Una puesta de sol, un amanecer sin ruidos, ver crecer las estaciones a su ritmo. Adormecer el tiempo, pausar la vida. Vivir, mientras otros creen que la vida es otra cosa.