La Voz de Almeria

Provincia

El deporte y sus lugares en los años 80

La genuina dimensión del deporte es el derecho a la práctica sin tener en cuenta el Código Postal

Pistas de Laujar de Andarax.

Pistas de Laujar de Andarax.La Voz

Juan Antonio Cortés
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El autobús se detuvo a las puertas del colegio y salieron los críos desperdigados. Años 80. Sorbas. Es un día de fiesta. Los críos de Uleila del Campo compiten en los Juegos Deportivos Provinciales. Les dan igual los laureles. Parecen atletas en el templo de Hera, a las puertas de Olimpia. Su triunfo es estar.

Cuando a media mañana les toca jugar al balonmano, los dos pequeños extremos, famélicos y aguerridos, creían estar ante Hércules jugándose la vida en una lucha sin cuartel por ver quién le caía mejor a Zeus.

Allí no estaba Zeus, sino la Virgen de Monteagud y San Roque, y los chicos no iban con taparrabos, sino vestidos con petos llamativos y camisetas serigrafiadas con el logotipo de algo que ni entendían ni les ocupaba: Diputación de Almería.

Aquellas pistas de Sorbas no eran como las del colegio de Uleila -que si el balón sobrepasaba la valla, los ansiosos chavales tenían que bajar un barranco hasta alcanzar la rambla y, aún peor, a posteriori debían subir el cerro agarrándose a la mata que pudieran-. En realidad, a los estudiantes les daba lo mismo el entorno y, para ellos, la gloria, el mayor de los cetros, era volver a casa con una nueva historia que almacenar después de haber conocido y alternado con colegas de otros pueblos.

Críos ruidosos

No había santuario ni tronos ni aristocracia en aquella multitud de críos ruidosos engalanados con sus chándales amplios de colores burdeos, rosas y verdes, todos muy chillones, mas lo que allí había eran niños que anhelaban sentirse los laterales titulares de Juan de Dios Román.

Cuando el maestro aplaudía sentado, al sol, era porque alguien se asemejaba a Larry Bird, que se llevaba aquello del tupé de Travolta, y había conquistado la línea de los tres puntos con un tiro cuya trayectoria era como viajar de los avernos al cielo, de aquel suelo de cemento donde hacían falta rodilleras para amortiguar los porrazos a la traviesa cesta que, a veces, parecía el ojal de la abuela.

Aquellos niños de la EGB eran guerreros homéricos que carecían de oportunidades reales en sus núcleos rurales para competir en actividades deportivas.

Siempre se enfrentaban entre ellos y solo había una sensación de excitación cuando los casados se atrevían con los solteros o preparaban un duelo regional con los de Fuente de la Higuera en cualquier bancal delimitado por alguna cosecha de habas, en donde había cuatro piedras que hacían de porterías y siempre había alguna pelea –de las de entonces: nariz ensagrentada- por las múltiples interpretaciones sobre la altura a la que debía ir la pelota para considerarla dentro y no fuera.

A veces, con suerte, jugaban con cuatro cañas en forma de rectángulo, aunque estaba prohibido rematar fuerte porque aquello se caía, y las líneas del campo se pintaban con un saco de sal o con un puñado de cal.

Las defensas estaban formadas por personas y piedras punzantes. Los laterales del campo estaban delimitados por otros bancales, uno abajo y otro arriba, y cada uno tenía su dueño, así que no fueron pocas las veces en que aquellos párvulos se cargaron una siembra.

Hubo un tiempo en que los críos se aburrieron del fútbol y, contagiados por Estudio Estadio, se atrevían con la pelota vasca. Que dónde. En el Barrio Alto había una casa blanca, bien hermosa, que tenía los bajos pintados de gris. A alguien se le ocurrió que aquella línea era perfecta. Allí estuvieron, jugando en parejas cada mediodía, hasta que el vecino se hartó de escuchar los golpes y los mandó a hacer puñetas.

El callejón del baloncesto

Y entonces se fueron a otro callejón. Y a otro. Y a otro más. Y en todos vivían señores mayores que echaban la siesta. Era el callejón del baloncesto. Como, salvo un par de críos, los demás no eran muy altos, la canasta se situaba en la parte alta de una ventana –se fastiadaba a otro vecino, por supuesto- o se clavaba en la pared de piedra de alguna cochera.

Era posible hacer mates porque una de las competiciones eran los concursos de clavadas. Menudos giros hacían en busca del aro. Y qué discusiones había por ver quién merecía ganar: que si Dominique Wilkins, que si Michael Jordan.

Y es que no había árbitro. Todo era interpretable. Rara era la semana que no salían corriendo. Solían jugar al mediodía, entre la 1 y las 3, antes de la vuelta al cole. Era la hora de comer tranquilo y dormir la siesta y había corrido la voz entre los vecinos de que, a quien le tocara la china, apañado iba.

Cada año, los Juegos Deportivos Provinciales aportaban luz en medio de la rutina. Como aquel invierno en el que los críos de Uleila competían en el desierto de Tabernas. Había que correr y, aunque no era el deporte que más molaba, al terminar había una fiesta y repartían bocatas.

Que quiénes. Pues los compañeros del área de Deportes de la Diputación. Los mismos que, 40 años después, siguen trabajando en aras de democratizar el deporte, convencidos de que no hay mejor inversión que la de ofrecer oportunidades a niños que, de otro modo, tal vez no tienen los medios ni las condiciones técnicas o físicas para jugar en un deporte federado.

Es lo que los académicos llaman el derecho a la participación desde la igualdad. Igualdad efectiva, que no teórica, que permite conectar personas y municipios, e interiorizar los mejores valores de la práctica deportiva: el juego limpio, el esfuerzo irrenunciable individual y colectivo, el equilibrio mental, el trabajo en equipo, el respeto al otro y, siempre, la defensa del más débil.

El deporte que llega a los pueblos, escuela de virtudes, escapa al dominio del tiempo y del espacio. Huye del ego de las elites y de los efluvios de padres que creen ver en sus hijos al Messi de turno, y se acomoda al nivel de cada atleta. Aunque medio siglo después del inicio de los JDP los críos tienen en sus pueblos los mejores santuarios deportivos, siguen siendo necesarios. Donde haya un niño que quiera y no pueda formar formar parte de una colectividad, allí hay una excusa perfecta para perpetuar el sistema.

Al fin y al cabo, aquellos extremos que jugaban a balonmano con su peto verde en las pistas de Sorbas en los añorados 80 no sufrían demasiado si perdían. Asumían que la genuina dimensión del deporte es el derecho a la práctica sin tener en cuenta el Código Postal.

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