Dicen que fue un gallo; una entrada a destiempo o un tono desafinado. Un fallo leve que no debía en modo alguno empañar su prodigiosa carrera como artista, pero en ese momento decidió que aquella había sido su última actuación cara al público. Y aunque en 1958 no había móviles capaces de difundir ese incómodo momento al instante por medio mundo, se bajó del escenario y luego, sobre el espejo del camerino del Teatro Victoria de Isla Cristina (Huelva) dejó escrito con su carmín de labios una imborrable declaración de amor propio: “La Piquer no canta más”.  Naturalmente, la renuncia de doña Concha Piquer a seguir en activo pilló por sorpresa a sus miles de seguidores repartidos entre España y América, que pasaron del desconcierto inicial a la más desoladora orfandad escénica. Se les había ido, de improviso, la más grande entre las grandes. Sin embargo, la inopinada renuncia de Concha Piquer a seguir actuando tuvo una doble virtud: su gesto era una demostración palpable de respeto a su profesión y además la revestía de un halo inalcanzable, pues se retiraba imbatida en todo lo alto de su trayectoria artística. Más de medio siglo después de aquella frase sobre el espejo, la Piquer sigue siendo un mito en el que se miran todas las que se ponen una bata de cola. Y si me permiten el cambio de registro, aunque es cierto que él todavía no ha tenido atisbo de los fallos vocales a los que el tiempo y las muchas horas de escenario acaban provocando a todos los que se dedican a la política, tras la renuncia a la alcaldía de Almería por parte de Luis Rogelio Rodríguez Comendador también hay una sorpresiva orfandad para sus seguidores, que aún no acaban de creerse que el concierto haya acabado. Eso sí; se baja del escalafón como las grandes figuras del género, con un palmarés prácticamente insuperable a corto y medio plazo. Apartarse del escenario mientras el público aún espera más canciones es el privilegio de unos pocos artistas.