Día de moscas
“Son un enjambre de puntos negros, ingrávidos, que salpican mi sentido de la vista desde que nací”

“Miodesopsia es la etiqueta clínica que le han puesto los científicos a este fenómeno; yo prefiero llamarlas moscas”.
Tirado en la cama, contemplo el techo persiguiendo los revoloteos de moscas imaginarias. Imaginarias, digo… Ojalá lo fuesen, aunque son tan ciertas como la vida misma. Eso sí, que sean reales para mí no significa que sean tangibles. Si intento seguir su vuelo para atraparlas con la mirada, se ríen de mí con giros y regates que desafían a la física. Alguna vez he tratado de echarles la zarpa encima, pero entonces mi mano las atraviesa como por arte de magia.
Me acompañan desde que tengo uso de razón. Lo que empezó en mi niñez siendo algún moscardón solitario, que se hacía más grande cuanto más lo perseguía con la vista, terminó con una familia de ellos que no dejan de mosconear cuando quiero fijarme en algún detalle. Bueno, qué digo, familia… Son un enjambre de puntos negros, ingrávidos, que salpican mi sentido de la vista desde que nací.
Esto que cuento no es ninguna locura por mucho que lo parezca. Miodesopsia es la etiqueta clínica que le han puesto los científicos a este fenómeno; yo prefiero llamarlas moscas.
A mis retinas con colador me acostumbré más rápido que a los fogonazos. Estos tardaron más en aparecer, pero con el tiempo son igual de frecuentes que las moscardas. Podría describir lo que veo como una carrera de insectos que vuelan dentro de un castillo de fuegos artificiales. Y cuando junto las pestañas, surgen luces psicodélicas que parpadean sobre un fondo antracita. ¿Divertido, eh?
El maratón de moscas alucinarias no es un plan que me apasione, aunque si he de elegir entre eso o ir a la presentación de la nueva promoción de viviendas que han abierto en la playa…
—¡Miguel Ángel, que te estamos esperando! —me grita mi madre desde abajo.
Me incorporo del catre con desgana y resoplo. No tengo nada de ganas de ir, ni de aparentar que estoy bien, ni de mostrarme feliz. Tampoco me apetece estar tumbado, ni descansar, ni estudiar, ni trabajar. Me falta ánimo para todo, en realidad. Pero bueno, es lo que toca. Aparte de mis padres, también viene mi novia, algo es algo.
Hay días mejores y días peores. Es una frase hecha muy manida que no por eso deja de ser cierta. Hoy es uno de los malos; lo sé, lo noto, lo adivino. Y no por nada en especial, simplemente me he levantado de mal humor.
De camino, en el asiento trasero del coche, mis pensamientos continúan arañándome el cráneo. Sin una actividad que me distraiga, le pego muchas vueltas al coco. Seguro que demasiadas. La fase de preguntarme por qué a mí, y que qué mala suerte, y que qué putada que no haya cura y demás ya pasó. Eso sí, hay días como hoy que vuelven igual que rémoras que me rastrean hasta que hay un hueco para adelantarme, ponerse enfrente y atormentarme.
El de la mala suerte no soy yo solo: mi padre abrió la veda hace más de veinte años y, entonces, se destapó la caja de Pandora, ya que luego le seguimos mi tía, mi tío, mis hermanas y yo. Vamos, el equipo al completo, todos tocados por la varita de la diosa fortuna o, mejor dicho, el látigo del demonio de la desdicha.
Recuerdo el no parar de los primeros años, y venga médicos, y venga pruebas… Los ojos inundados en colirio para dilatar las pupilas; gotas que abrasan, que arden sin llama. Después, claro, llega la exploración, por no decir los cañonazos, con una luz que aturde y que no queda más remedio que aguantar.
—No parpadees, no te muevas.
Cabeza firme, cuello tieso y moral hundida.
Para mí, los hospitales y las consultas de oftalmología son laberintos que te atrapan. Corredores sin salida que asfixian, que succionan mi energía y me dejan sin aire. Dentro, respiro igual que en una tormenta de arena.
—Esto avanza mucho, nunca se sabe. Algún día saldrá algo… —me dicen a menudo.
Eso sí que son frases hechas; lo de ciertas, ya veremos. Veremos, digo… ¡Ja! En todo caso, sería veréis, o verán, o yo qué sé.
Llegamos al complejo turístico recién abierto. Cuelga de un cerro desde donde custodia el Mediterráneo. Mi padre hace de lazarillo mío y yo soy el suyo. Si me paro a pensar en ello, creo que no sumamos ni medio ojo entre los dos.
¡POM! Me trago una puerta de cristal que no veo por ir distraído y hablando. No me he hecho mucho daño, pero la risa de mi viejo cuando escucha el golpe… Eso sí que duele.
La vivienda es una construcción de líneas rectas y colores claros. Hay un pasillo entre los edificios con fuentes a ras de suelo en los márgenes. Precioso, el arquitecto ha tenido buen gusto. Lo de las barreras arquitectónicas, ya si eso, queda en otro apartado. Todo es sarcasmo, claro, porque mi padre mete el zapato hasta el tobillo en el agua de la primera esquina. Ahora el que se ríe soy yo.
Las vistas desde el mirador son impresionantes, incluso con las moscas dando por saco. La piscina es de esas modernas en las que la frontera del agua clorada se fusiona con la línea azul del mar. Con cascada. Infinita. Los críos chapotean y deforman el espejo del cielo entre risas estridentes y gritos alegres. Nos recibe una camarera con acento de Europa del Este, muy guapa, intuyo. Nos ofrece un cóctel de bienvenida. Está muy rico, sabe a Caribe. Hablo un rato con conocidos y amigos, me relajo con unos y me río con los otros.
La bandeja de los canapés se acerca, y la dejo pasar con elegancia. Podría parecer que es por cortesía o educación, o una actitud sofisticada por mi parte, pero no, nada más lejos de la realidad: es por no meter la mano donde no procede. Lo típico: pinchar comida que se toca y manosear la que se trincha; o peor aún: sobar el plato vacío o coger las incomestibles hierbas decorativas.
Había sido un rato agradable hasta ahora, sin pensar en las moscas; por desgracia, se acabó. Miro a mi madre, anda ocupada en pillarle algún tentempié a mi padre. Mi novia hace lo mismo y me pasa alguno cuando puede.
Y claro, cómo no, llega la parte social. O asocial, según se mire, ya que no me gusta saludar a la gente primero. Pensarán que soy un estúpido o que no les quiero hablar, aunque la verdad es muy distinta. Lo que pasa es que no quiero meter la pata al saludar por equivocación a gente que no conozco y quedar como un idiota. Así que espero a que me den ellos el hola y, cuando llevan alguna frase, deduzco de quién se trata por su voz.
Al rato, como tanta gente y tanto saludo me agobia, salgo de allí para respirar aire fresco. En las losas blancas del suelo sobresale algo, una especie de rama que está en mitad del paso, quizá un garrancho, como diría mi tío. Si se tropieza con eso mi padre, podría abrirse la cabeza. Agarro aquello para quitarlo del medio y se me deshace entre los dedos. No es una rama ni nada duro, más bien todo lo contrario, y… ¡Joder, echa un pestazo que tira de espaldas, qué asco! Al momento se oye un buen ladrido, sin dudas de un perrazo, uno grande que ha traído alguien y que andaba suelto. Definitivamente, hoy es un día de mierda.