La provincia española que se hundiría con la expulsión de los inmigrantes que propugna Vox
Dicen los apocalípticos de la extrema derecha que dentro de quince años en la provincia habrá más extranjeros que almerienses

Pese al notable porcentaje de voto que cosecha Vox en la provincia, a la extrema derecha no le gusta Almería. Aunque su trompetería de patriotismo diga lo contrario. Y no le gusta porque la tolerancia de la inmensa mayoría de los almerienses y la integración en sus trabajos de la inmensa mayoría de los inmigrantes ha posibilitado que la convivencia entre almerienses nacidos aquí y almerienses de origen extranjero se desarrolle en un clima social de razonable normalidad en una geografía que ha pasado, en apenas sesenta años, de expulsar a ciento cincuenta mil almerienses a Barcelona, Grenoble, Frankfurt o Buenos Aires, a acoger a ciento cincuenta mil seres humanos que han llegado hasta nosotros desde Colombia, Marruecos, Manchester, Senegal o Rumania. Un escenario multicultural, idiomático, étnico y religioso que a esa extrema derecha tanto irrita y tanto detesta.
Cuando ese patrioterismo de salón plantea el “delirio” (copio la palabra del diputado del PP Rafael Hernando) de deportar a millones de extranjeros y, por tanto, a miles de almerienses de origen extranjero (¿o es que aquí van a hacer una excepción con los ilegales que trabajan en los invernaderos para que continúen enriqueciéndose los que tanto les votan?), lo que revela es su añoranza de aquella Almería de lagañas y rastrojeras a la que aludía Goytisolo, y no la Almería próspera de hoy, que es una de las provincias que más crecen en España.
Si VOX impusiera su programa en materia de inmigración en un futuro gobierno, la provincia española que más vería perturbada su proyección de futuro sería Almería. Los extranjeros que han encontrado acomodo en la provincia y ya forman parte de nuestro paisaje humano y demográfico son más de ciento cincuenta mil y su aportación a la Seguridad Social, como avalaba con datos oficiales el magnífico informe publicado por Simón Ruiz en este periódico el pasado jueves, supera la cifra de los trescientos millones de euros anuales.
Conviene que, quienes anteponen los argumentos económicos a las razones humanitarias, no pierdan de vista esa cifra: trescientos millones de euros al año. Una cantidad aportada por una población mayoritariamente joven que, además de trabajar en las labores que no quieren ocupar “los nuestros” (por decirlo en lenguaje xenófobo), suponen un superávit notable en la contabilidad de esa Seguridad Social al no haber alcanzado una edad en la que las patologías más graves y, por tanto, con tratamientos más costosos, comienzan a aparecer.
La aportación de los extranjeros al PIB agrícola de la provincia supera ampliamente los dos dígitos según el profesor Andrés Sánchez Picón, y negar el impacto económico de su aportación, además de un argumento falso, supondría un suicidio económico, una catástrofe para sectores tan importantes en nuestra estructura socioeconómica como la agricultura, los servicios sociales o la hostelería.
Para los que tengan dudas apelo a que reflexionen con este dato: bajo nuestros invernaderos y en los almacenes de manipulado trabajan- y cotizan a la seguridad social y pagan sus impuestos y consumen en las áreas comerciales y en el pequeño comercio de los barrios- más de setenta mil personas. Si estos inmigrantes no hubieran llegado a nuestras costas en los últimos años, ¿quién haría esos trabajos? Si los inmigrantes desaparecieran de nuestros invernaderos y almacenes el sector agrícola desaparecería. No habría recambio posible. Ni humano ni técnico.
Dicen los apocalípticos de la extrema derecha que dentro de quince años en la provincia habrá más extranjeros que almerienses (les ha faltado decir que cristianos viejos, más cercano al uso medieval). Y si eso fuera así, que no lo será porque la inmensa mayoría de esos extranjeros serán almerienses nacidos aquí, aunque de padres o abuelos de Nigeria, Perú o Alemania, ¿quién sería el responsable de esa supuesta e imaginaria inmersión demográfica? ¿La decisión de las parejas de no acceder a los beneficios de la cartilla de familia numerosa? ¿Las clínicas donde se practican abortos? ¿Los centros de salud donde se dispensa la píldora del Día Después? ¿Los preservativos? ¿El que la mujer haya decidido que en su cuerpo manda ella y solo ella decide si quiere tener un hijo, seis o ninguno?
Como señala el profesor Sánchez Picón, “los discursos identitarios que defienden la existencia de un pueblo milenario con una identidad inmutable y autoconsiderado superior al resto han llenado de sufrimiento la historia mundial y europea. La ilustración y las revoluciones liberales trajeron la primacía del derecho de ciudadanía sobre el supremacismo de las identidades. En el caso de Almería- continúa el catedrático de la UAL-nuestra historia está construida con la mezcla de razas, identidades e influencias. Enarbolar una pureza identitaria, supuestamente amenazada, es disparatado, injusto y peligroso”.
Esta es la opinión de uno de los catedráticos que más ha estudiado y analizado y, por tanto, mejor conoce la historia y la economía de Almería. Pero claro, frente a sus argumentos, algunos siempre podrán enarbolar la realidad incontestable de una identidad almeriense reducida a ese triángulo mágico de las migas, el Cristo de la Escucha y el americano del quiosco Amalia. Tres filtros empíricos a los que someter a quienes han llegado hasta nosotros desde otros mares y otras culturas para ver si se han adaptado a nuestros usos y costumbres. Así que ya lo saben los argelinos, ecuatorianos o ucranianos: si quieren pasar la aduana identitaria almeriense tendrán que comer migas cuando llueva, rezar la madrugada del Viernes Santo detrás del Cristo de la Escucha y tomarse un americano si pasan por la Puerta de Purchena. Es todo tan medieval que provoca bochorno.
La extrema derecha añora la Almería de las legañas de ayer y detesta la provincia del progreso de hoy y de mañana que innova y que, con problemas, claro que sí, también acoge e integra a decenas de miles de seres humanos sin mirar el color de la piel ni el Dios al que rezan. El problema es que no son pocos los que, por maldad racista o simpleza intelectual, les siguen.