Réquiem por el puente ochentero que ha unido a los almerienses
No es el del río Kwai ni el de Madison; es el puente de Torres Tripiana, el que acabó con el paso a nivel, por el que subimos y bajamos, como la vida misma

El puente de la Avenida del Mediterráneo, construido en 1989, que será derribado el sábado.
No es el del río Kwai, con William Holden fumando sobre una pilastra con los ojos achinados; ni el de Madison, con Meryl Streep enamorándose de un extraño; es un puente almeriense que une dos orillas, la de Cortijo Grande con la del Rafael Florido, flotando sobre la Avenida de Montserrat; el puente transitado por estudiantes y jubilados, por agentes inmobiliarios, por reporteros camino de La Voz, por deportistas camino del gimnasio; el puente largo junto a la residencia de estudiantes, desde el que se ven las vías del trenecito, las vías que nos llevaban y traían de Madrid en una litera o en un vagón carcomido por la paciencia del viaje.
Es el puente que dejará de ser puente el sábado, dentro de poco más de 48 horas, cuando las máquinas lo hagan sucumbir de un golpe, como sucumbe un boxeador en la lona después de un crochet; el puente que se convertirá en una planicie, en una llanura, en una pampa argentina, que nos permitirá movernos sin escalar, sin subidas y sin bajadas, caminando rectilíneos ya, por encima de las vías soterradas por las que viajarán personas a Madrid que nunca conocieron el Expreso de medianoche.
Nuestros bisabuelos celebraron la llegada de las vías y nosotros celebraremos dentro de unos meses su enterramiento. Cada época es distinta: cambian las modas y los paisajes. De eso trata la vida, que es como un río, vino a explicarnos Heráclito en el libro de bachiller; lo que antes nos gustaba, ahora nos repele: sería hortera ahora un piso con papel pintado como los de nuestra niñez, que tanto se demandaba; o un cuarto de baño con alicatado rosa, o las mesas de camilla que ya no hay ni en Ikea; así ocurre con las vías, que las queremos, pero que no estorben, al contrario que las del Puerto, que las enterramos bajo cemento y ahora bramamos por recuperarlas; quisimos el edificio Trino como símbolo de modernidad, como un rascacielos neoyorquino, y después lo odiamos hasta convertirlo en escombros; quisimos la térmica hasta que sucumbió en aras de la modernidad y del Pícaro; cambia tanto lo que queremos y dejamos de querer, tanto cosas como personas: el hombre o la mujer con la que fuimos felices un día, ahora los eliminamos de los retratos, como ahora eliminaremos el puente. Todo es depende y todo depende del momento.
Decimos adiós a un puente que se va a ir en unas horas para siempre -esto no es un obituario, aunque merite para ello- que ha sido surcado por millones de coches, de motos, de bicicletas, de peatones, que ha sufrido frenazos y acelerones, cambios de humor de los taxistas, de chóferes sudando, buscando la playa del Zapillo; un puente transitado bajo un sol abrasador en verano, bajo un viento inclemente en invierno, subiendo primero, llegando a la cima y bajando después, como un tobogán, como la vida misma; un puente en una y otra dirección, con el mar de Bayyana al fondo en un lado, con la sierra de Alhamilla al otro; el puente, este puente nuestro que ya no será nuestro ni de nadie, como una serpiente inmóvil, como escalectrix de hormigón armado, que ya no dará sombra bajo sus vanos, que ya no dejará oír el soniquete de la rueda sobre la junta de dilatación.
Muere con 36 años de plenitud, el puente que fue llamado paso elevado cuando lo construyó Sando en 1989, siendo concejal de obras Antonio Torres Tripiana, cuando la Avenida había dejado de llamarse Almirante Carrero Blanco -que también voló como volará el puente- y que fue bautizada como Avenida del Mediterráneo; muere después de haber servido para eliminar el antiguo paso a nivel que había entre la Goleta y Montserrat, que daba lugar a colas de tráfico -como las de aquel bucólico puente de Rioja bajo el toro de Osborne- cuando aún apestaba La Celulosa a huevos podridos en las inmediaciones y se veían bancales de alfalfa con segadores y establos de vacas en el horizonte. Costó el puente, que ahora se arruina, 200 millones de pesetas, pagados 'a escote' por el Ministerio de Transportes, Junta de Andalucía y Ministerio de Defensa. No sabemos lo que costará derribarlo.
Será el próximo sábado, cuando el Almería haya ganado o perdido con el Oviedo, cuando el tráfico rojiblanco se haya apaciguado, cuando empezará el ataque con la retro y con las grúas, hasta reducir al puente ochentero a polvo y ceniza, convirtiéndose en reliquia, en huesos magullados, en esqueleto desconchado de una ciudad que intenta adaptarse a un nuevo tiempo de espacios libres, de aire minimalista, como los lofts han ido sustituyendo a aquellos pisitos cuarteados de habitaciones para familias con cuatro hijos, suegra y canario en el rellano.