Dejad a los niños
Dejad a los niños
Cuando era niño mi padre intentó por todos los medios que abrazase la fe rojiblanca que crece en la ribera del Manzanares. Ello me acarreó, además de algún que otro impagable testimonio fotográfico ataviado con la equipación del Atlético de Madrid, uno de los peores berrinches de mi vida al presenciar la inesperada derrota (en realidad era el empate, pero en aquella época no había prórrogas) del equipo colchonero en la final de la Copa de Europa de 1974. Aún hoy, muchos años después, me sigue persiguiendo el gol que metió, desde medio campo y a pocos segundos del final del partido, un animal del Bayer de Munich llamado Schwarzembeck. Fue tal el trauma que perdí durante varios años el interés por el fútbol. Esta regresión psicodramática me sirve para afirmar que los padres no deben intentar conducir los afectos, las militancias y las preferencias de sus hijos. Lo advierto ahora que acabamos de ver las calles de Almería llenas de manifestantes en pack familiar tipo papá, mamá y niños con pegatina. Yo no sé qué diantres pueden perseguir unos padres que le plantifican a un hijo la bandera de su sindicato y lo colocan delante de un cordón policial para que encima salga en la foto. Si me refiero a las movidas sindicales es porque ha sido ésta la más reciente aportación al espectáculo callejero de las banderolas y las bocinas, pero me merecen la misma consideración los padres que llevan a sus hijos pequeños a cualquier tipo de movilización, ya sea sindical, política, o confesional. Los niños no son atrezzo fotográfico para dulcificar el tono de las protestas o alevines de piqueteros en fase de aprendizaje. Los niños están en edad de ir al cole y jugar y, aunque habrá padres que no estarán de acuerdo conmigo, creo que no tienen ninguna necesidad de socializarse entre mogollones, petardazos y toda la secuencia de incomodidades y riesgos que supone una manifestación. Además, forzar la presencia de esos niños en las pancartas les puede acabar produciendo en el futuro un efecto psicológico de rechazo. Y para ello no hace falta repasar las teorías del doctor Freud: basta con que le pregunten a mi padre de qué equipo es su hijo.