La Voz de Almeria

Opinión

Cadenas para una tribu almeriense

Quieren legislar desde Europa que en los mercadillos no se pueda vocear la mercancía; quieren obligar a poner probadores y cámaras frigoríficas en los tenderetes

Un mercadillo ambulante en un pueblo de Almería.

Un mercadillo ambulante en un pueblo de Almería.

Manuel León
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Han vuelto a resucitar en Bruselas, en el corazón de la Unión Europea, una iniciativa que no cuajó hace algunos años: legislar una normativa contra la costumbre de vocear la mercancía en los mercadillos ambulantes y a favor de atosigar a los ambulantes con más papeleo en los ayuntamientos y con exigirles cámaras frigoríficas para sus productos y probadores para la ropa, lo que sería como ponerle cadenas a una tribu.

Los mercadillos están anclados nuestra memoria infantil como las tardes pardas y frías tras los cristales. Quién no es capaz de cerrar los ojos y verse años atrás de la mano de su madre sorteando puestos de tomates y alcachofas, tenderetes con calcetines y calzoncillos Abanderado, agarrados a una cuerda con una pinza; quién no es capaz de recordar esa mezcla de olor a perejil y al cuero del calzado, entre sábanas de hilo y la banda sonora de Emilio el Moro; quién no se sintió alguna vez aturdido por la insistencia de un paisa para que le compraras tu primer reloj antichoque y sumergible. ¡todo a veinte duros!, ¡el sujetador de Rocío Jurado, nena! ¡Lo doy toíco regalado, oiga! ¡Esto es el Corte Inglés sin escaleras! ¡Tengo los jerseys del lagartillo, de los que no hacen bolas! Siempre han estado ahí, en las calles y plazas de nuestros pueblos almerienses, como una herencia morisca, como un afán milenario heredado de nuestra tradición mediterránea en la que la calle es el centro del universo, como un tatuaje que nos dejaron en nuestras costumbres fenicios, romanos y toda la pléyade de civilizaciones que por aquí pasaron. 

Son un lienzo de la vida misma, los mercadillos, los rastrillos, la venta ambulante de gitanos, zíngaros, quincalleros, trashumantes de la vida, que siempre ha existido y que los quieren domesticar, lo quieren convertir en algo que no puede ser; que es algo tan difícil como querer convertir al alfarero Robles en un dependiente de la planta de caballeros de El Corte Inglés. En la Puerta Purchena pregonaba su mercancía a nuestros abuelos León Salvador con sus “medias de seda traídas directamente de París”, o el Tío Faroles en Berja, o un tipo que vendía mecheros de yesca en Albox, o Juanito el Gitano en Cuevas, o el tío Gallina en Turre, o Enrique el de la Flor en Garrucha o La Tona, en Vera. En décadas pretéritas descargaban los fajos de telas de las mulillas, o las albardas de verduras, o las piezas de cobre, quinqués, baratijas, como los gitanos de Macondo. Ahora desembarcan el género de viejas furgonetas curtidas en mil carreteras para celebrar ese rito ancestral del mercadillo semanal, día día, pueblo a pueblo. 

Pero les quieren atar en corto, los quieren convertir en señores comerciante, cuando son trajinantes del camino. Así lo han sido siempre, lo llevan en los genes. Tanto como el ingenio y la picardía para intentar venderte un sencillo peine de nácar como si fuera del mismísimo oro de Salomón. Siempre han estado ahí estos marchantes pintorescos, embadurnando las mañanas de cada día con su toque pintoresco y su humor a flor de piel, entre el regateo y la pillería, entre el grito pelado y el lamento sonoro ¡niñica, gastas menos en ropa que la mujer de Picapiedra! Inundan con su gracia la Plaza de Pavía o el mercadillo de la Plaza de Toros en la capital, la Plaza Porticada de Berja, el Castillo de Cuevas, la vieja Plaza de Fernando V en Vera, el Malecón alto de Garrucha, el Paseo de Villaricos, la Fuensanta, en Mojácar, Guardias Viejas, etcétera.

Pero no pretendan encadenarlos con toda una suerte de normativas, al igual que a un comerciante convencional. Porque no lo son. Nunca lo han sido. A los indios los sacaron de las montañas, les dieron calzado, agua potable y un retrete. Pero llevan cien años extinguiendo en Norteamérica.

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