Jalogüín y sus muertos
Jalogüín y sus muertos
Pues no. No pienso darles la barrila con otro artículo –otro más- deplorando la, para tantos, injertada y artificial tradición festiva del Jalogüín, con sus calabazas y su parafernalia de tebeo sangriento. Va a ser que no. Y menos aún un artículo cargado de impostación y llanto por el progresivo abandono de otras costumbres más próximas en lo teatral o lo gastronómico.
Francamente, a estas alturas, ver una reposición del Tenorio o darme una mano de castañas con anís acabaría produciéndome una inconveniente acumulación de gases. A ver si me explico: me declaro neutral. Me parece espléndido que nuestros hijos y sobrinos hayan asumido con la despreocupada naturalidad de la infancia una fiesta de la que desconocen su raíz histórica y que son incapaces de deletrear correctamente. Menuda pesadez lo del Jalogüín y sus muertos, ya digo, pero qué importa si hay jolgorio, disfraces y caramelos. Lo mismo digo de los zangolotinos que con la excusa de la jovial importación celebran guateques de mucho roce o acuden a los bares disfrazados de cadáver o de cualquier otra majadería. Del mismo modo me parece fantástico que se conmemoren estos días a base de fogatas, rondallas y lapos de anís. Que cada cual lo haga como estime conveniente y a vivir que son dos días, aunque la paradójica excusa sea festejar la muerte. Por mi parte insisto en declararme neutral en la pretendida confrontación de costumbres y tradiciones. Nunca me llamó la atención el recordatorio de las ánimas, vengan éstas disfrazadas de sombría premonición o con careta de vampira y tacones. Me limito a vivir la vida, que para lo otro ya habrá tiempo.