“Mamá: fulanito ministro”
Si revivir es vivir dos veces, la otra noche nos reunimos un buen número de amigos a volver a vivir la vida del abogado y escritor Fausto Romero, esa irrepetible pieza del rompecabezas emocional que es el almeriensismo romántico. Dicen que mientras se piensa a alguien, esa persona sigue viva. Y lo cierto es que Fausto coleó a sus anchas por la arena del recuerdo alegre, desmedido y vital, tal como permanece en la memoria de cuantos le conocimos y, por tanto, quisimos. Pero si les hablo hoy de Fausto es porque la actualidad política, que es el tambor que marca el ritmo a los remeros de la columna, me ha hecho recordar una anécdota que nunca nadie podría contar mejor que el propio Fausto, por lo que me limitaré a esbozarla.
En tiempos de la Santa Transición, cuando los gobiernos de la UCD eran un ejercicio de funambulismo sin red, una conocida familia (omitiremos nombres por no perder el tono amable de la cita) tenía a dos hermanos siempre bien colocados en las quinielas ministeriales. Y aunque de cara al exterior ambos gozaban de un sólido prestigio acreditado por brillantes trayectorias profesionales, en casa todo el mundo sabía que, de los dos, uno era verdaderamente listo mientras que el otro era una prueba viviente de que la inteligencia no se hereda y tampoco se contagia.
Pues bien, al producirse un cambio de gobierno, uno de los dos hermanos recibió la esperada llamada que le anunciaba su inclusión en el próximo consejo de ministros. Como se podrán imaginar, el requerido fue el hermano menos favorecido por el talento, lo que motivó el telegrama (el sucedido corresponde al pleistoceno tecnológico) del más listo a la madre, que decía así: “Mamá, fulanito, ministro. Stop. Repito, fulanito ministro”.
Les cuento esta anécdota -verdadera aunque no muy bien trovada- porque hace unos días recibí el guasap de un amigo periodista que me decía simplemente: “Indalecio diputado”. Y entonces me acordé de Fausto.