Café para siempre

“Hasta que no me tomo un café no soy persona”

José Luis Masegosa
09:00 • 30 ene. 2023

A última hora de la tarde de ayer, mientras disfrutaba de los últimos y reparadores rayos de sol. en una de esas perennes terrazas de merendero, a las afueras del pueblo, una imprevista bandada de aves  encendió el proyector del tiempo en estos días blancos de algunas latitudes, donde media provincia se viste de promisión acuífera, a pesar de la rapiña de los trasvases. Bajo el aleteo uniforme de las aves se detuvo la mirada en los paisajes de otro tiempo, cuando la vida regalaba vida en los páramos de interior.



Esos escenarios rurales que desde hace años se desangran como las aguas que dentro de poco fluirán ríos abajo, en pro del desarrollo y el progreso de los núcleos costeros, donde  se asienta la población en busca de futuro y de sueños cumplidos, como el sueño de los inviernos que, nada más iniciar su andadura, acogían los regresos imprescindibles.



Aquel invierno de moviola, como todos los inviernos de aquellos años, fue gris y frío. Gris como la nebulosa desconocida que se ceñía sobre la ingenuidad de aquel cielo azul, sobresaltada en la vespertina contemplación por el inconfundible aroma de un café arábigo. Efluvios que despertaron nombres y personas, devotos de la cafetera y amantes de la taza a cualquier hora del día o de la noche.



Adictos de esa imprescindible y oscura bebida que siempre nos recuerda la familiaridad de frase: “Hasta que no me tomo un café no soy persona”. En la claqueta del tiempo acuden  algunos incondicionales del café de mi pueblo, como Otilia, que casi a punto de tocar el siglo embriagaba las acacias de mi calle con un irresistible aroma de tueste brasileño, que le llegaba, vía Francia, por medio de algunos conocidos, y que primorosamente ella preparaba, seis o siete veces al día, tras la oportuna pasada por su molinillo manual.



Aquellos aromáticos granos debían de saber a la mayor gloria de Minas Gerais, el Estado cafetero más grande de Brasil. A rico manjar también debía saber la docena larga de cafés diarios que ingería  don Horacio García Masegosa, el mejor profesor de francés que he tenido y el más ingenioso maestro nacional que he conocido. Ellos, como otros muchos, eligieron el café para siempre.






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