Baños

Tratado de baños de andar por casa

Alberto Gutiérrez
09:00 • 25 jun. 2022

La escatología no es mi fuerte ni pretendo que este artículo vaya por esos derroteros, pero la disección de los aseos públicos y privados que me he ido encontrado a lo largo de mi azarosa existencia no impide que haga una especie de tratado de baños de andar por casa



He conocido aseos limpios como una patena, con relucientes sanitarios que invitaban a un relajante baño con espuma, al estilo de Julia Roberts en la película Pretty Woman, pero sin Julia Roberts. De la misma manera, he tropezado con otros oscuros y decadentes, alicatados en la época de Cuéntame y con griferías del Pleistoceno tardío. Alguno, como en un viaje a Lisboa para ver a unos amigos durante la universidad, tenía incluso un agujero y una costra de óxido en la bañera. Ya saben, esos infectos pisos de estudiantes donde la pulcritud no es la norma, pero todavía peor. O los de ciertos bares que provocan otra lectura: si están así de sucios, imagínate la cocina... 



Aunque hemos mejorado bastante en lo que a confort se refiere, el feng shui no termina de cuajar en estos espacios. Lo ves en esas tazas de váter cuyas tapas no se quedan sujetas arriba y te obligan a hacer contorsiones, sosteniendo con una mano y, bueno, ya saben, intentando acertar. O esas otras tapas apoyadas en el pulsador de la cisterna, que se encuentra en la pared y, por lo tanto, te obligan a coger papel higiénico para separar la tapa y pulsar el botón una vez que has terminado tus obligaciones, pues uno es ante todo educado y cívico.



Luego están los baños minúsculos, donde la distancia entre la taza del váter y la puerta es tan reducida que debes entrar de lado, pegado al inodoro, pero sin mancharte los pantalones, y de nuevo con las contorsiones. Y qué decir de los urinarios, que yo eliminaría de la faz de la Tierra por muy cómodos que resulten. La propia palabra ya es desagradable (igual que esa gente que proclama sin ambages: “voy a orinar”). Por cierto, de acuerdo que la estatura media de los hombres españoles ha aumentado en las últimas décadas, pero en algunos sitios los colocan tan altos que a muchos nos parece un suplicio, que hay que decirlo todo, caramba. 



¿Y los lavabos? Señores decoradores de interiores, ¿qué es eso de poner grifos de lavadero y cuerpos de lavabos oxidados como si hubiésemos vuelto a los años cuarenta del siglo pasado? Les falta acoplar una manguera a la boca del grifo para regar las plantas del bar y de paso a la clientela. 



Por último, no puedo olvidarme de los cartelitos de los baños. En ciertos lugares han querido ser tan modernos que cuando llegas has de pararte un rato a descifrar cuál es el de los hombres y cuál el de las mujeres, como si fuera un juego, mientras tú estás aguantándote haciendo el baile de San Vito. Así que acabas en el que sea y al salir, si has entrado en el de señoras, te recrimina una mujer con cara de pocos amigos, como si estuvieras obligado a entender los jeroglíficos que los modernos han puesto en los servicios en lugar de los carteles que jamás ofrecen dudas: señoras y caballeros, falda y pantalón o, en todo caso, los símbolos de Marte y Venus, aunque esto último me temo que también tiene sus detractores por puro desconocimiento.






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