La panadería almeriense que vino de Cuba

Sebastián Blanes Parra, un indiano de Cuba, regresó en 1890 a su pueblo Fiñana

Los hermanos Del Rosal en Fiñana en los años 70, en la tahona, con un representante de harinas.
Los hermanos Del Rosal en Fiñana en los años 70, en la tahona, con un representante de harinas. La Voz
Manuel León
20:07 • 30 nov. 2024

Mick Jagger se zampó con hambre de Carpanta -está escrito en las crónicas de esa fecha- un bocadillo de jamón con pan tierno de Del Rosal cuando vino a El Ejido con los Rolling en 2007; y Joaquin Phoenix desayunó una tostada Golden en el Hotel Catedral con esa misma masa madre, masa amasada en La Cepa, cuando apareció hace cinco años por Almería con su cara de susto para filmar Los Hermanos Sisters. Bastante antes de esos momentos de gloria, en los que la familia panadera Del Rosal se convirtió en proveedor de  celebrities, hubo mucho de doblar el lomo, de sudar  con el fuego vivo de leña, de ahorrar mucha perra gorda en una faltriquera para prosperar en ese negocio bíblico de convertir la harina candeal en una bienaventurada hogaza de pan tierno. 



La panadería del Rosal, de la estirpe de los viejos hornos morunos de las sierras almerienses, sigue viva y sana después de 135 años, adaptándose como la piel de un animal mitológico a los tiempos que han ido viniendo: desde la retama primitiva como combustible a la combustión eléctrica; desde el amasado a puños hasta los moldes automatizados. 



La historia de esta acrisolada tahona almeriense arranca cuando en 1890 un indiano oriundo de la blanca Fiñana, Sebastián Blanes Parra,  regresó de Cuba a su pueblo natal con un dinero sudado a fuego lento en las plantaciones de La Habana. Con esos ahorros de la emigración caribeña, en aquellos tiempos en los que todo el mundo se iba allende los mares, Sebastián, de origen labrador, invirtió en un pequeño horno de pan, trocando, al principio, los chuscos que horneaba por la leña necesaria para continuar con esa elemental industria de pueblo. Eran las mujeres de la familia, sobre todo, las que amasaban entonces y deslizaban la creciente con el ramaje ardiendo en la solera, esperando a que aquellos panes redondos se cocieran, pendientes siempre de barrer las ascuas y las cenizas. 



No había entonces venta directa, sino que se acostumbraba más bien a arrendar el bendito horno para que los paisanos hornearan sus propios avíos típicos y tópicos: el pan de aceite, las tortas, la hogaza de dos kilos que duraba una semana en los hogares y que se hacía a cocción muy fuerte con la primera lumbre del ingenio. A Sebastián le sucedió su hijo Pascual y a éste, como en las tribus de Israel, su hija Antonia, casada con Federico Del Rosal, un hombre de campo que acompaño a su mujer en esa tarea ancestral de seguir ungiendo hogazas en el horno e invirtiendo en nueva maquinaria. 



Antonia Blanes -que pasó a ser para siempre Antoñica la del horno allá en los riscos de Fiñana- se quedó viuda con 43 años y seis hijos que alimentar porque no solo de pan vive el hombre. Sacó adelante a su prole con esa angosta panadería domiciliada en la calle San Sebastián, esa primitiva tahona que aún sobrevive dando sus últimas bocanadas, en manos de Antonio, uno de sus hijos.



Antonia era en esos tiempos recios de Postguerra una madre coraje con su delantal perenne sobre el pecho, con sus salcillos en las orejas, con sus brazos en jarras aguardando el tiempo lento de la fermentación; Antoñica, con los hijos pequeños tirándoles de la falda, mientras hablaba con las caseras; Antoñica recogiendo tablillas en la calle para alumbrar el fuego; Antoñica pesando piezas de pan, cuando había que dormir en la propia panadería para vigilar con un ojo abierto el proceso de la cocción. 



Toda una vida, la de esa pequeña heroína rural frente a la lumbre y la masa, con su media docena de hijos siempre merodeando por allí, sobre todo cuando llegaba el tiempo de la Pascua o del patrón San Sebastián y el rudimentario establecimiento se aprovisionaba de ingredientes no habituales el resto del año como el azúcar, la canela o los chicharrones. Conforme fue creciendo esa cuarta generación de panaderos, fueron aumentando los repartos a domicilio por cortijos y veredas que al principio se realizaban con burro y bicicleta y después con una moto de tres ruedas con un transportín.



A partir de los 60, la familia cambió el horno moruno por el de llama indirecta con cámaras diferenciadas de cocción y combustión y ya algunos hermanos empezaron a desligarse de la panadería para afrontar otros trabajos, quedando Guilllermo, Francisco y Antonio, asumiendo el negocio y dando nuevos pasos. Antonio se quedó con su madre en Fiñana y Francisco y Guillermo se trasladaron a Almería tras comprar una panadería en el barrio de Pescadería en 1978. 


Años más tarde, en 1991, se instalaron en una fábrica en Huércal de Almería, desvinculándose Guillermo de la industria, y creándose la empresa actual, Panadería y Bollería  Del Rosal, con Francisco a la cabeza, junto a su mujer Rosario y sus hijos Francisco y Nazaet, llegando a sumar   cinco despachos de pan propios más la factoría huercalense, localizados en la calle Minas de Gádor, con cafetería incorporada, en la calle Manuel Azaña y en Villa Inés y Los Pinos, en Huércal de Almería.


En la fábrica de La Cepa es donde comienza todo a  las 5 AM, cuando Almería duerme y el equipo de 50 empleados de la fabrica comienza el trabajo de hacer el pan de cada día, ya con resortes menos rudimentarios, con más automatismos, pero con el mismo espíritu que lo hacía aquella Antonia la del Horno: las mismas recetas de roscos fritos artesanos aunque alumbradas por otras manos; el mismo amor en sacar  una ristra de panecillos de la boca del horno eléctrico; el mismo mimo para ir seleccionando la masa, esa masa que después será pan y que será repartida en furgonetas por bares y panaderías por esa ciudad que empieza a desperezarse bajo las sábanas mientras ve como empieza a levantarse el sol de un nuevo día. 


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