La Almería que cerró los domingos

La orden de cerrar el Mercado Central los domingos, en 1961, le quitó vida comercial al centro

Eduardo de Vicente
20:02 • 12 oct. 2023

Salir a comprar a la Plaza los domingos por la mañana, antes de ir a misa, llegó a ser una tradición para las amas de casa. La diferencia principal con los días de diario es que la visita al Mercado Central en domingo tenía un carácter más familiar, ya que arrastraba también a padres y a hijos, que aprovechaban la ‘excursión’ para terminar compartiendo un papelón de churros, de aquellos que solo se podían disfrutar los días de fiesta.




La apertura de los mercados en domingo aseguraba una vida comercial en el centro de la que se beneficiaban también las tiendas de comestibles. El Paseo y las calles que rodeaban la Plaza tenían entonces esa doble vida que les proporcionaba el ajetreo del Mercado Central y la costumbre de salir a tomar el sol los festivos.




Si para el ciudadano era una ventaja disponer de la Plaza los domingos, para los vendedores debía ser un auténtico suplicio, ya que los obligaba a trabajar los siete días de la semana.
En febrero de 1961 la comisión de abastos emitió un informe proponiendo el cierre dominical de los mercados de la ciudad, que hasta entonces no tenían días de descanso. Un mes después fue aprobado, acordándose el cierre de todos los mercados los domingos, con la sola excepción de la Plaza del Pescado, que permanecería abierta desde las nueve a las trece horas. Con el fin de asegurar suficientemente el abastecimiento público se dio luz verde para que los mercados que tenían que cerrar los domingos pudieran abrir sus puertas los sábados por la tarde.




El cierre dominical se hizo extensivo a todas las fruterías y carnicerías de Almería, que en aquellos tiempos también solían abrir los siete días de la semana, sobre todo en los barrios, donde la relación entre tenderos y clientes era más cercana.
Las nuevas normas se pusieron en vigor en marzo de 1961. Cerraron los mercados salvo el del pescado, que continuó abriendo los domingos, pero sin rentabilidad. Al estar cerrada la Plaza, el flujo de gente que a diario acudía al Mercado Central se quedó reducido a la mínima expresión. Los puestos del pescado se quedaron aislados en medio de la soledad del domingo y un mes después también tuvieron que cerrar sus puertas.




La obligatoriedad del descanso dominical tuvo una buena aceptación por los vendedores de la Plaza, pero hizo mucho daño a las pequeñas tiendas de los barrios que necesitaban abrir todos los días para salir adelante. Todavía, en los años sesenta, era raro encontrar una calle donde no hubiera al menos un comercio de ultramarinos de los que estaban abiertos permanentemente. Eran negocios familiares que sólo descansaban a la hora del almuerzo y para dormir, pero que estaban siempre disponibles. Como la mayoría de los tenderos tenían su casa en la trastienda o al lado del negocio, era habitual que sus clientes acudiesen a deshoras si habían olvidado algo.  Le tocaban en la puerta y el tendero los atendía sin mirar el reloj aunque fuera la hora de la siesta o de cenar. Eran tiempos en los que la compra se hacía dos veces al día: la gente iba a la tienda por la mañana para comprar la comida del almuerzo, y después, a la caída de la tarde, volvían al establecimiento para preparar la cena.




Cuando en marzo de 1961 las tiendas de barrio tuvieron que cerrar los domingos, algunas lo hicieron con resignación, pero otras optaron por seguir abriendo, aunque fuera a hurtadillas, sabiendo que se jugaban el castigo de una multa que podía echarles abajo su pequeño negocio.




Fueron los tiempos de la temida fiscalía, del miedo al inspector municipal que con el anonimato de un agente secreto se presentaba por las tiendas los domingos por la mañana haciéndose pasar por un parroquiano más.  Fueron los tiempos de la venta clandestina, del negocio oculto con la persiana medio abierta, del recurso de la puerta de atrás, del niño vigilando en el tranco por si llegaba algún tipo sospechoso.




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