Los tenderos en la vida de los barrios

El tendero era una autoridad en su barrio y la tienda el santuario de la vida diaria

Un nutrido grupo de tenderos de Almería en los años sesenta, retratado frente al antiguo edificio de Correos. Años sesenta.
Un nutrido grupo de tenderos de Almería en los años sesenta, retratado frente al antiguo edificio de Correos. Años sesenta.
Eduardo de Vicente
23:44 • 27 nov. 2019 / actualizado a las 07:00 • 28 nov. 2019

El tendero era el farero de la calle, el que siempre tenía la luz encendida, el que nunca descansaba, ni cuando llegaba la hora de cerrar. Como la mayoría de las tiendas formaban parte de las propias viviendas, era habitual que los clientes fueran a deshoras a tocarle en la puerta al tendero cada vez que se les olvidaba algo. A las diez de la noche se escuchaban unos golpes en la puerta y allí acudía el tendero, sabiendo que no podía negarse porque el cliente siempre llevaba razón y había que cuidarlo para que no se fuera a la competencia.



El tendero era una autoridad en su calle y la tienda el verdadero templo de la vida diaria. Si un día la tienda permanecía cerrada, siempre por algún motivo de causa mayor, un viento extraño de desolación envolvía la calle, como si de pronto se le hubiera detenido el pulso, como si la vida se hubiera quedado dormida aquella mañana.



El tendero era el personaje más conocido del barrio y una referencia constante a la hora de solucionar los problemas. Cuando llegaba el cartero con un paquete y no encontraba al destinatario, lo dejaba en la tienda. Los recados, las buenas y las malas noticias, pasaban por la tienda, donde la gente no solo iba a comprar, sino también a contar  su vida, a desahogarse cuando los sueldos no daban para más.



En todas las tiendas había un púa clavada en la pared donde se iban colgando los ‘motes’, esa lista escrita en papel de estraza en la que se apuntaban las deudas de las parroquianas. Había familias que no tenían otra salida que comprar ‘fiao’  cuando no les llegaba el dinero y a primeros de mes, con la paga en el bolso, se pasaban por la tienda para saldar sus deudas. En esta forma de entender el negocio, a la larga solían perder los tenderos, ya que siempre había alguien que les dejaba colgada una nota, que automáticamente pasaba a formar parte del limbo de los números rojos.



Antes de que empezara a ponerse de moda la cadena Spar y dejara por los comercios un aire de modernidad, las tiendas de barrio conservaban el aspecto de auténticos bazares antiguos donde uno podía encontrar de todo: desde una manta de tocino a una pila para el transistor, desde una barra de pan a una pastilla de Aspirina o un cigarrillo suelto, desde una botella de coñac a una caja de mariposas para ponérselas a San Pancracio



Había un caos natural que reinaba dentro de las tiendas y era difícil encontrar un hueco libre en el suelo o en mitad de una estantería. A veces se aprovechaba hasta el tranco de la puerta o la misma fachada del negocio para colocar los sacos de patatas o los manojos de rábanos que siempre se agotaban en los días de lluvia. Cuando llovía los tenderos se quedaban sin harina de sémola porque todo el mundo hacía migas y los arenques se despachaban por docenas. Mi padre solía colocar en la puerta una de aquellas cajas redondas de madera donde los arenques lucían como obras de arte.



Cuando llovía la vida se agitaba y un estado de movilización colectiva se apoderada del establecimiento: se vendía más y más deprisa como si la gente tuviera la necesidad de llenar la despensa ese día, quizá por miedo a un temporal. Cuando llovía era costumbre esparcir serrín en el suelo o colocar cartones para evitar que el escenario se encharcara.



Las tiendas de comestibles estaban presentes en todos los barrios y en las calles más importantes competían varios establecimientos y todos salían adelante a pesar de la estrecha competencia. En la manzana que iba desde la Plaza de Pavía a San Antón llegaron a juntarse la tienda de Francisco Bueno, la de José Caparrós, la de Miguel Ávila, la de Eulogio Quirante, la de Carreño, la de José Pérez Vizcaíno, la de Pepe Moya y la de Juanico Sánchez


Las tiendas de la periferia solían tener un matiz distinto a los comercios del centro de la ciudad. Ese desorden natural de los bazares era más visible en los barrios y la relación que se establecía con los clientes podía llegar a ser mucho más cercana que en las tiendas de ultramarinos del centro, donde además de la clientela fiel, siempre había un público de paso al que nunca se llegaba a conocer del todo.


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