La tradición de la propina para el bote

Eran famosos los botes que se repartían en el ‘Imperial’ en los años dorados de los rodajes

El equipo de empleados del restaurante Imperial en el momento de abrir el bote acumulado. Era un instante mágico para los trabajadores.
El equipo de empleados del restaurante Imperial en el momento de abrir el bote acumulado. Era un instante mágico para los trabajadores.
Eduardo de Vicente
23:45 • 20 nov. 2019 / actualizado a las 07:00 • 21 nov. 2019

En casi todos los bares había un bote donde se iban echando las propinas que los clientes dejaban para los camareros. Fue muy famoso el bote del restaurante Imperial, que en los años dorados de los rodajes de cine llegó a ser idolatrado como un tótem. Suponía una ayuda en la mensualidad de los empleados, ese empujón que era recibido como agua bendita en la economía familiar para hacer frente a los gastos extras de las casas. De vez en cuando aparecía un famoso por el bar y cuando se iba dejaba un billete de cien pesetas en el bote cuando veinte duros eran un tesoro.



En los bares siempre había un bote esperando una mano generosa. Formaba parte del paisaje de aquellos templos de la vida social de hace medio siglo, un objeto imprescindible como la máquina del café o el ventilador que en los inviernos se quedaba aparcado bajo una capa de polvo en una esquina del salón principal.



En casi todos los bares había un ventilador antes de que llegara la moda del aire acondicionado. Cuando no se utilizaba era un elemento decorativo más, como el escudo del equipo de fútbol favorito, como el poster con la alineación del Madrid o del Barcelona que se repetía por las paredes de los bares de la ciudad. A finales de los setenta, cuando el Almería ascendió a Primera División, la fotografía oficial del equipo inundó todos los bares y comercios de la capital y de la provincia.



También eran inquilinos habituales de las paredes de  los bares los carteles de las corridas de toros y los almanaques con muchachas en biquini. Los dueños de los bares solían ser recatados a la hora de elegir el calendario y la vestimenta de la modelo, todo lo contrario que ocurría en los talleres y en los garajes, donde muchos vimos los primeros desnudos femeninos, retratados entre los meses del año.






En todos los bares había un calendario sugerente y un letrero donde se recordaba al cliente que bebiera con moderación y que pagara religiosamente. “Si bebes para olvidar, paga antes de empezar”, decía uno de aquellos carteles. Recuerdo también que en algunos bares había una pizarra donde aparecía la quiniela de la jornada.



De todo lo que formaba el decorado de los bares a mí me llamaba mucho la atención las estanterías y las repisas donde se iban acumulando los objetos que el tiempo iba inutilizando. A los niños nos gustaban mucho aquellos muñecos que aparecieron en los años setenta mostrando una virilidad extrema. Se hizo muy célebre la figura de un fraile al que se le levantaba la parte delantera del hábito como un resorte con solo tocarle la cabeza.



En esos espacios muertos que existían en casi todos los bares al otro lado de la barra uno podía encontrarse con uno de aquellos muñecos superdotados, con la figura del San Pancracio y su rama de perejil o con una majestuosa porra de madera dispuesta a enderezar entuertos.


En los bares de antes no faltaba el televisor rozando el techo y las mesas donde por las tardes se organizaban las partidas de dominó. El bar tenía vocación de hogar, era como nuestra segunda casa y cada uno en su barrio era de un bar con una fidelidad parecida a la que sentíamos por nuestro equipo de fútbol. Los niños de entonces entrábamos a los bares como si estuviéramos en el salón de nuestra casa y siempre que fuéramos con un adulto podíamos colocarnos en la barra y tomarnos una caña con absoluta libertad.


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