La plaza del ‘pescao’ por Navidad
Los días previos a la Noche Buena era complicado transitar por los alrededores de la calle Obispo Orberá

La antigua plaza del ‘pescao’ era un hervidero de gente cuando se acercaba la Navidad. La vida de la ciudad se desplazaba entonces al entorno de Obispo Orberá.
Llegaban las mujeres de las zambombas, instalaban sus mantas en el suelo y descargaban la mercancía y la calle Obispo Orberá y sus alrededores se llenaban de Navidad. No hacía falta que el ayuntamiento se gastara una fortuna en luces como ocurre ahora; el espíritu de las fiestas no necesitaba ningún padrino para rebelarse, ya que aparecía de forma espontánea en la gente, en las calles y en los comercios cuando se cruzaba la frontera del día de la Purísima.
La Navidad madrugaba en el entorno del Mercado Central y en los días más señalados era complicado transitar por la calle Obispo Orberá o encontrar un hueco en la plaza del ‘pescao’, frente a la esquina del Teatro Apolo. Entonces la actividad comercial se ejercía también en la calle y toda la circunvalación de la Plaza de Abastos se llenaba de puestos y de vendedores ambulantes que montaban sus tenderetes en las aceras. Unos traían juguetes baratos, otros turrones a precio de saldo y frutos secos y en esa locura colectiva de mercaderes y bazares ningún año faltaba la figura del charlatán que decía que venía de Cataluña con el coche lleno de relojes de las mejores marcas a precios sin competencia mientras te intentaba vender unas sartenes a prueba de bomba de la casa ‘Marimandanga’ de Barcelona.
La Navidad provocaba un alboroto mañanero en aquel entorno donde se trasladaba la vida de la ciudad a primera hora del día. En esos días previos a la Noche Buena la plaza del ´pescao’ se transformaba en un templo por el que todo el mundo pasaba tarde o temprano. Yo sentía una atracción especial por aquel escenario y de niño, cuando iba de la mano de mi tía a comprar sardinas para hacer migas, mientras ella recorría los puestos yo me quedaba petrificado delante de las mesas de mármol observando con la boca abierta toda aquella tramoya de idas y venidas, de prisas, de voces roncas, de estribillos chistosos que llamaban la atención de las parroquianas.
Me gustaba ver como aquellos hombres de brazos remangados y rostros curtidos por los madrugones y el trabajo competían entre ellos anunciando el pescado más fresco y el más barato. Me gustaba escuchar aquella frase tan recurrida cuando decían: “Vamos niña al jurel, que me lo quitan de las manos”, cuando en el puesto estaba solo el vendedor y la clientela era únicamente una esperanza.
Para los niños era un espectáculo observar cómo manejaban los cuchillos, con qué destreza y velocidad ejecutaban la pieza quitándole la cabeza y abriéndola para arrancarle las vísceras, y como con las manos llenas de agua y empapadas de pescado, manipulaban sin ningún pudor los billetes y las monedas.
Aquel escenario se llenaba de magia los días de lluvia, cuando las sardinas y los jureles se vendían antes del mediodía porque aquí siempre tuvimos la costumbre de hacer migas con pescado asado cuando caían cuatro gotas. Cuando llovía, el suelo lo llenaban de serrín y la plaza derramaba su amplia gama de olores a lo largo de la Rambla Obispo Orberá y por los alrededores, como si la lluvia resucitara todo un universo de sensaciones.
Allí nos encontrábamos con extraños personajes que parecían sacados de un relato fantástico: los recaderos de los vendedores que se encargaban de llevar el género de los puestos a los bares; los cargadores que portaban sobre sus cabezas varias cajas mientras que el hielo del pescado iba destilando sobre sus cuerpos un hilo húmedo y mal oliente, y los municipales que estaban siempre vigilantes para que los precios fueran los correctos.
Aquel ajetreo constante llegaba hasta la calle, ya que en la misma puerta se instalaban los vendedores de Iguales, que hasta los años setenta no se conformaban con ocupar una esquina o recostarse sobre una pared, sino que vendían cantando su producto para llamar bien la atención, empleando los populares motes para cada número, motes que casi todo el mundo se sabía de memoria.