La Voz de Almeria

Tal como éramos

Recuerdos de la muerte de Franco

Había cierto temor por lo que pudiera suceder y alegría por las vacaciones inesperadas

Franco entrando bajo palio en el templo de la Virgen del Mar junto al entonces teniente de alcalde, Guillermo Verdejo, cuando visitó Almería en 1961.

Franco entrando bajo palio en el templo de la Virgen del Mar junto al entonces teniente de alcalde, Guillermo Verdejo, cuando visitó Almería en 1961.Antonio Morales

Eduardo de Vicente
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Cada vez que abría el Telediario con el parte médico del estado de salud del Caudillo, que ya estaba en las últimas, los niños en el colegio nos preguntábamos cuántos días de vacaciones tendríamos el día que muriera, mientras los agoreros vaticinaban que si por desgracia fallecía en Navidad, los días de luto coincidirían con las fiestas y no tendríamos el esperado descanso extra con el que todos soñábamos.

Aquella semana de noviembre, la ciudad festejaba la creación de dos nuevos consultorios de la Seguridad Social que en unos meses iban a quedar instalados en la calle Gerona y en la de San Leonardo, y los cines del centro se llenaban de jóvenes ansiosos por disfrutar de los tímidos desnudos de Amparo Muñoz y de Analía Gadé. El éxito de las primeras películas que anunciaban el destape fue tan grande que apareció un artículo en el periódico titulado ‘Tiempo de nalgas’, donde se afirmaba que en Almería el fútbol empezaba a ser desplazado por el sexo.

Aquella semana las brigadas de limpieza del ayuntamiento y los jardineros trabajaron duro para adecentar el patio del recinto de la Cruz de los Caídos, detrás del convento de las Claras, que se preparaba para acoger el día 20 de noviembre un acto en memoria de José Antonio Primo de Rivera, treinta y nueve años después de su muerte. Los miembros de la Vieja Guardia, de la Sección Femenina y las Hermandades de Ex-Combatientes y Ex-Cautivos, se preparaban para solemnizar el acontecimiento.

Mientras Franco agonizaba y nuestras madres rezaban en voz alta para que no tuviéramos otra guerra encima, por las calles se paseaba un extraño personaje que iba anunciando a voces la ruina que nos esperaba a todos cuando el dictador se fuera al otro mundo. “Cuando se muera Franco vais a comer mierda”, iba gritando el pregonero. Era uno de esos tipos que vivían al margen de la sociedad, un provocador que habitaba una casa medio derruida de la calle Estrella, en La Almedina.“Me llamo Juan Abad y tengo 65 años”, decía mientras cantaba la copla ‘Tatuaje’. Cuando pasaba a la altura del ayuntamiento se quedaba parado mirando al cuarto de los municipales y les decía: “Habéis vivido como reyes con Franco, pero cuando se muera acabaréis pidiendo limosna como yo”, y seguía su camino tambaleándose.

Franco murió, el sol nos siguió calentando a todos con la misma fuerza y por nuestras calles mal iluminadas seguimos viendo la derrotada figura de ‘el Juan Abad’, cantando sus coplas antiguas y lanzando sus nefastos presagios que nos auguraban un terrible futuro sin el Generalísimo.

Franco se fue dos minutos antes de las cinco de la mañana, la hora en que mi padre se levantaba todos los días para ir a la alhóndiga. A las ocho, cuando el primer aliento del sol se colaba por el ojo de la cerradura de mi casa, mi madre nos dijo que no teníamos que levantarnos, que Franco había muerto. Arropado bajo las mantas, disfruté de ese placer profundo que siente un niño al despertarse en un día sin escuela. A lo lejos me llegaba el sonido triste de la radio donde un locutor afligido repasaba la vida del Caudillo. Detrás se escuchaban las voces apagadas de las mujeres que llegaban a mi tienda a comprar el pan y la leche para el desayuno. Aquella mañana todo el mundo hablaba en voz baja, más por miedo que por respeto, por ese miedo de la guerra civil que la gente llevaba metido en los huesos.

Todos los espectáculos y actos públicos quedaron suspendidos desde el jueves hasta el domingo. Los cines y las discotecas cerraron, y alguno, como el dueño del club Baroque, aprovechó el parón para reformar el local. También cerraron las cafeterías de alterne y por el barrio de las prostitutas rondaron los municipales para advertirles a las mujeres que, al menos por ese día, cerraran sus negocios como se hacía antiguamente cuando llegaba la Cuaresma.

Los autobuses de Saltúa y los taxis trabajaban con crespones negros y en las tiendas de ropa se agotaron en unas horas las corbatas oscuras. A medida que fue cayendo la tarde, el silencio se fue imponiendo en la ciudad. Era un silencio artificial, una sensación de vacío que venía envuelta en un manto denso de miedo, de miedo a la incertidumbre, al temor de lo que nos podía pasar sin Franco. Aquella tarde, en las casas no se escuchaban los sonidos habituales de los programas infantiles de televisión, ni la voces intensas de los narradores de las novelas que las mujeres escuchaban por la radio. Entre tanto silencio y soledad, Almería tenía el aspecto de una ciudad fantasma a la que de repente se le había esfumado la vida.

Al día siguiente, las campanas de todas las iglesias rompieron el silencio, doblando en señal de luto durante media hora. Por la tarde, cuando más dormida parecía la ciudad, la plaza de La Catedral comenzó a llenarse de curas en un éxtasis de sotanas sin precedentes. Salían clérigos de todas las calles, tantos que se podía haber llenado un estadio con ellos. Después se incorporaron los jefes militares, que llegaban en aquellos coches negros oficiales conducidos por soldados de remplazo. La plaza se llenó de gente y el templo se abarrotó para escuchar las palabras de duelo de don Manuel Casares Hervás, Obispo de Almería. “La última batalla del viejo soldado, sostenida con firmeza, ha terminado para siempre”, dijo el prelado. Aquel día de eterno funeral, de tristeza oficial y absentismo escolar, volvió a salir el sol, ese sol de todas las mañanas, aquel sol cómplice de nuestra infancia que te acariciaba sin herirte y te invitaba a cerrar los ojos.

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