El Paseo en el que no cabía un alfiler
En los años 60 el llamado Paseo del Generalísimo era el principal lugar de encuentro de los almerienses

El Paseo en 1968 era un hervidero de gente y costaba trabajo en horas puntas transitar por sus aceras. Acababa de abrir Simago y enfrente seguía vigente el Café Español, haciendo esquina con la calle Castelar.
Era un Paseo repleto, un Paseo apoteósico, un hervidero de gente en las aceras y un infierno de vehículos en la calzada que circulaban en doble dirección. Allí se mezclaban los autobuses con los carros de mulas y las motocicletas con los coches de caballos, que ralentizaban el tráfico provocando grandes atascos.
Uno tenía la impresión entonces de que todo sucedía en el Paseo, que la vida, las ilusiones, las esperanzas y las tristezas, acababan desembocando en aquella avenida que durante décadas fue un lugar de encuentro para los almerienses. Una procesión se llenaba de grandeza cuando atravesaba el Paseo y en los años setenta, cuando llegaron las primeras manifestaciones, cualquier protesta que no sucediera en el Paseo era como si no hubiera ocurrido. Cuando José Bisbal se proclamó campeón de España de boxeo no sintió de verdad la felicidad de un vencedor hasta que no llegó a la estación, lo montaron en un coche de caballos y lo exhibieron por el Paseo com a un conquistador romano.
Cuando llevábamos tiempo sin ver a una persona y no sabíamos nada de su paradero porque no teníamos redes sociales y muchos no habíamos descubierto aún el invento del teléfono, siempre nos quedaba el recurso del Paseo. Con tiempo suficiente y con paciencia, más temprano que tarde acababas encontrándotelo bajando o subiendo el Paseo, sentado en la terraza de un café o leyendo el periódico por la mañana en la sala de la biblioteca.
Teníamos una predisposición genética a juntarnos en el Paseo, aunque solo fuera por el placer de pasear o de ver pasar el sencillo río de la vida sentados en un banco de madera con una bolsa de pipas calientes en las manos.
Para los que veníamos de los barrios, ir al Paseo era un acontecimiento extraordinario, atravesar la frontera de lo cotidiano, dejar atrás nuestras calles polvorientas y nuestra ropa de diario y entrar en un territorio donde reinaba el perfume de los días de fiesta: las luces de los escaparates, la gente mejor vestida, el rumor constante de los veladores de los cafés, el cruce de miradas de aquella eterna pasarela donde todo el mundo se encontraba. Para ir al Paseo nos vestían de limpio, nos limpiaban los zapatos con una mano de Kanfort y nos peinaban con brillantina aunque fuera un lunes cualquiera. El Paseo te examinaba, te pasaba revista y nuestras madres se empeñaban en que fuéramos “como Dios manda”.
Lo habitual era ir de vez en cuando: algún domingo de camino hacia el cine, en Navidad para descubrir los juguetes de los escaparates, en Semana Santa para ver las procesiones, el día del Corpus para acompañar la ceremonia, y las tardes de Feria cuando todo sucedía allí. Pero a veces, de forma excepcional, aparecía un día no señalado en el calendario en el que íbamos al Paseo a comprarnos ropa, a que nos pusiera la pantalla el médico don José Abad o al estudio de Luis Guerry para que nos hiciera el reportaje de la Primera Comunión.
Todo sucedía entonces en el Paseo y las sillas de los bares eran las tribunas desde donde se asistía al milagro de la vida. Los personajes importantes que no tenían su silla y su mesa en un café del Paseo estaban fuera de la vida pública, como si no existieran. Todo ocurría allí: los negocios de los días de diario y los paseos de los domingos, cuando la avenida se llenaba de muchachos y de muchachas que mostraban sus encantos subiendo y bajando la cuesta.
El Paseo era la artería indiscutible: era la carrera oficial de las hermandades de Semana Santa; el lugar donde se instalaban las mesas de la cuestación contra el cáncer; el escenario de la Tómbola de la Caridad; la carrera por donde en la última noche de Feria los jóvenes festejaban el toro de fuego con la traca final que se culminaba en la Puerta de Purchena. El Paseo era el camino que elegían los reclutas del Campamento de Viator cuando bajaban los domingos con el ánimo alborotado y el gran escenario que en Navidad se llenaba de escaparates lujosamente iluminados con la banda sonora de los villancicos como telón de fondo.