La manzana de Trino y sus negocios
Íbamos a la gasolinera en busca del bombín para darle aire a la bici y a los balones

La marquesina de la gasolinera de Trino y enfrente el edificio de las oficinas de Oliveros. Al fondo, al pasar el puente, las instalaciones deportivas sindicales.
Trino era la gasolinera de la ciudad y uno de los talleres de referencia. Los niños íbamos en busca de aquel bombín con agarres para los pies con el que le dábamos aire a las ruedas de las bicicletas y de devolvíamos la vida a los balones de cuero a los que todavía les quedaba un último aliento. “Vamos a darle viento”, decíamos, y el empleado que estaba de turno nos miraba con cara de enfado, como murmurando “ya están aquí los pesados de siempre”.
Hasta 1977, el año de su cierre, el garaje de Trino fue uno de los negocios que sobrevivieron en la manzana de las Almadrabillas. Compartió el escenario con el taller de chapa de Manuel Torres, con el de carrocería de Manuel Artero, con el de pintura de Carlos Martínez, con la histórica gasolinera, con el lavadero de coches que había a las espaldas de la estación de servicio. Al lado se instaló el taller de gomas de Zapata, que arreglaba los neumáticos de media Almería y que se hizo muy célebre porque era allí donde acudían los muchachos en verano a pedir las viejas cámaras de camión que utilizaban como naves para llegar hasta la boya de la playa y algunos hasta el faro. Cerca del garaje de Trino estuvo el antiguo bar Martínez, lugar frecuentado también por los trabajadores de Oliveros, y el estanco de la Quica, tan antiguo como el barrio, que vivía de los hombres que trabajaban en todos aquellos negocios. Era un viejo taller que formaba parte de una manzana industrial, antigua y destartalada, en el corazón del barrio de Las Almadrabillas. A finales de los años sesenta, el garaje tuvo que cambiar su ubicación, abandonando el solar primitivo cuya fachada principal estaba frente a la puerta de la fábrica de Oliveros, para instalarse en la parte de atrás que daba a la zona de la playa. La mudanza se debió a la construcción del célebre edificio de Trino, que modificó la fisonomía de la zona en unos tiempos de construcción desenfrenada.
En aquella época el garaje seguía siendo uno de los más importantes de Almería por el volumen de trabajo que acumulaba a diario. Se dedicaba exclusivamente a la mecánica de camiones y era tanta su fama que por allí pasaban los vehículos averiados de toda la provincia. A comienzos de los años setenta, antes del declive definitivo de la empresa, todavía mantenía una plantilla de más de veinte profesionales entre aprendices y oficiales.
En aquellos años las Almadrabillas conservaba su corazón de suburbio a la orilla del mar, mezclado con esa atmósfera obrera que le daban las empresas allí instaladas. La vida se desarrollaba alrededor de la entonces Avenida de Vivar Téllez, el camino principal que unía el centro de Almería con Ciudad Jardín y el Zapillo, y la calle donde aparecían los principales negocios. Allí se instaló, desde 1958, una churrería familiar que todas las mañanas, antes de que el sol asomara por el horizonte, ya perfumaba el barrio con el aroma denso del aceite hirviendo y la harina.
Era la churrería de Isabel Ibáñez Tapia, que compartía la acera con el bar de Jacoba, con el garaje de Trino, con el taller de los hermanos Álvarez y con la caseta del fielato que durante décadas permaneció en ese cruce de caminos para cobrarlos los impuestos a los vegueros que llegaban a la ciudad con sus carros cargados de género.
La churrería empezó a funcionar en el invierno de 1958, cuando Isabel le propuso a su marido, trabajador portuario, que podría ser un buen negocio montar un puesto de churros en aquel escenario tan concurrido, un lugar de intensa actividad industrial y un sitio de paso obligado.
Todos los días, al amanecer, una columna de humo despertaba al barrio diciéndole que eran las siete de la mañana. En los meses de primavera y verano, cuando el tiempo lo permitía, la churrera sacaba todos los cacharros a la puerta y allí montaba su puesto con el fogón de carbón y la paila. El carbón iba a comprarlo a la General de Carbones que estaba al lado de Oliveros, mientras que la harina la adquiría en sacos en un molino que funcionaba cerca de la estación de autobuses.
Cuánta gente pasaba entonces por su puerta a la hora de empezar los trabajos. Por allí cruzaban los obreros de la Térmica Vieja; los vecinos de Ciudad Jardín y el Zapillo; los mecánicos del garaje de Trino que se dejaban parte de sus pagas en los churros de Isabel; los obreros de los talleres de Oliveros, que mantenían muchos de los negocios que entonces ocupaban el barrio, y hasta el médico don Antonio Oliveros, hijo del dueño de los talleres, que cada vez que venía de Madrid se pasaba por el puesto a comprarse una rueda recién hecha.