Al niño le pone usted un Coca Cola
Fue nuestro refresco de moda, para muchos un lujo de bodas, bautizos y comuniones

Niños de los años 70 en un convite, todos consumiendo su botella de Coca Cola que se solía beber sin necesidad de un vaso.
Era un refresco sin género; había quien decía “ponme una Coca Cola” y quien prefería utilizar el masculino y pedir “un Coca Cola”, que lo mismo se entendía. Pasaba algo similar con la Fanta y más de una vez escuchamos a alguien decir, “me he tomado un Fanta” y nadie se asustaba por eso. Con otro refresco de antes, como era el Bitter Kas, ocurría lo mismo pero en vez de con el género con el número. Había quien se inventaba un plural sin precedentes y pronunciaba aquella frase que a más de uno se nos quedó grabada en alguna comunión o en alguna boda cuando uno de los invitados se dirigió al camarero para decirle: “Traiga también unos Bitter Kales”.
La Coca Cola, en masculino o en femenino, fue el refresco de moda en los años sesenta y setenta. Su fama se convirtió en una revolución de la mano de la televisión y todos los niños nos sabíamos de memoria la ‘musiquilla’ del anuncio de la Coca Cola y las frases que se quedaban grabadas como un eslogan inmortal. Quién no se acuerda del anuncio en el que cientos de jóvenes al aire libre cantaban aquella melodía de “al mundo entero quiero dar un mensaje de paz” con una botella de Coca Cola recién sacada del frigorífico sobre las manos. Quién no recuerda aquello de “la chispa de la vida”, cuando nadie se preocupaba ni a nadie le importaba si aquella bebida americana era saludable, tenía más o menos azúcar o producía gases en exceso.
La Coca Cola fue nuestro refresco generacional, una moda que todos compartimos aunque para algunos llegó a ser un pequeño lujo del que solo se disfrutaba en acontecimientos especiales como una Primera Comunión, una boda o un bautizo. Los niños de antes, cuando al día siguiente de una celebración volvíamos al colegio, resumíamos lo bien que lo habíamos pasado contando el número de Coca Colas que nos habíamos zampado.
La Coca Cola nos hizo más universales a nosotros, niños de Almería que en cuestión de refrescos no habíamos llegado más allá de aquellas humildes gaseosas que nos comprábamos en las noches de verano en el ambigú de una terraza de cine. Tomarse un refresco era una pequeña conquista, una ilusión que te acompañaba durante toda la semana y que culminabas el sábado o el domingo, sentado en una de aquellas sillas de madera de las terrazas antiguas, con un paquete de cacahuetes en una mano y un refresco en la otra. Eran bebidas locales que procedían de la fábrica de gaseosas que el empresario almeriense Enrique Ruiz Espinar dirigía en la calle Reyes Católicos.
Hasta los años sesenta, las gaseosas elaboradas en Almería no tenían competencia en el estrecho mercado local. Fabricaban la gaseosa Orange Crush, la más antigua de la casa, la Dux de naranja y de limón en botella pequeña de cristal, y la popular gaseosa La Fortaleza, que fue la marca más popular, la primera que se vendió en Almería en envase de litro, y la más consumida hasta que llegó ‘La Casera’ para reventar el mercado y hasta que la Coca Cola se hizo una bebida popular.
A los niños nos volvían locos las Coca Colas y las Fantas de sabor naranja, que fueron las primeras en llegar, porque representaban la fiesta. Casi nadie se podía tomar una Fanta a diario, solo si se trataba de una comida familiar de domingo o si se estaba celebrando un santo, un cumpleaños, una boda o una primera comunión. Nos entusiasmaban porque nos traían sabores desconocidos y porque de ellas aprovechábamos hasta el tapón. Eran los años de los coleccionistas de chapas, cuando hacíamos carreras en el suelo jugando al Tour de Francia, cuando a cada chapa le colocábamos la cara de un jugador de fútbol y formábamos equipos de Primera División y organizábamos nuestra propia liga.
Fue tanto el éxito de Fanta que al año siguiente de sacar la de naranja nos trajo la de limón. El día que una madre llegaba a la casa con una botella de Fanta se decretaba el estado de felicidad. Después llegaron los anuncios de televisión para reforzar el liderazgo de aquellas marcas extranjeras y los regalos que nos gustaban tanto como el propio refresco. Recuerdo aquellos balones inmensos de playa que puso de moda Coca Cola, las toallas familiares con las que nos tirábamos en la arena del Club Náutico y los yo-yos que Fanta regalaba a sus mejores clientes. Parece mentira, pero a finales de los años sesenta tener uno de aquellos yo-yos multicolores era una ilusión tan grande como la que sentíamos el día que venían los Reyes Magos.
Cómo nos gustaba a los niños profanar el vientre de los frigoríficos y empinarnos la botella de Coca Cola sin que nadie nos viera. Cerrábamos los ojos y veíamos todas las estrellas del firmamento, disfrutando al mismo tiempo del placer del refresco y de lo que estaba prohibido. Era algo parecido a enchufarnos en los labios la lata de leche condensada a la hora de la merienda. La única diferencia es que empinarte la Coca Cola a escondidas te podía costar caro si no te acordabas de limpiarte la huella oscura que el refresco te dejaba en el bigote.