La Voz de Almeria

Tal como éramos

Cuando faltaba la luz y la gasolina

Los almerienses de la posguerra eran expertos en cortes de electricidad

Un coche de servicio público con su instalación de gasógeno, parado en la Carretera de Granada.

Un coche de servicio público con su instalación de gasógeno, parado en la Carretera de Granada.

Eduardo de Vicente
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Esa sensación de fin del mundo que sintieron muchos con el gran apagón de la última semana no la conocieron nuestros antecesores, los almerienses de los años cuarenta y cincuenta, que les tocó adaptarse a unas duras condiciones de vida y se tomaban con filosofía asuntos tan cotidianos entonces como que se fuera la luz o que faltara la gasolina.

La luz era un milagro tan inestable que bastaba un temporal de viento o una tormenta eléctrica para que la ciudad se quedara a oscuras durante horas, sin que se alterara demasiado el ritmo de vida de la gente y sin que nadie se preguntara el motivo. “Ya se ha ido la luz” era una frase que se repetía a menudo, por lo que cada familia tenía en su casa sus carburos de carbón o aceite, su juego de velas reglamentarias y sus cajas de mariposas para seguir funcionando con normalidad. Se iba la luz y las tiendas seguían abiertas con sus métodos primitivos de iluminación y como casi nadie tenía caja registradora con corriente ni una cortadora de embutidos ni un frigorífico eléctrico, los negocios seguían su camino sin apenas inmutarse.

Cuando se iba la luz era una fiesta para los niños, sobre todo si el apagón se producía en el colegio, a esa hora de la tarde en la que ya eran necesarias las lámparas para iluminar las aulas. Cuando se iba la luz se decretaba el estado de felicidad, los deberes quedaban aparcados y los niños aguantaban en sus bancas hablando y jugando hasta que llegaba la hora de volver a las casas. Cuando se iba la luz en las calles solíamos jugar a las tinieblas de las noche y a espiar a través de las ventanas el interior de las casas iluminadas por la tenue llama de una vela.

Aquellos almerienses de la posguerra tuvieron que lidiar con enemigos mayores que un apagón de luz como eran la escasez de alimentos fundamentales y la falta de combustible, un problema que obligó a inventar otras alternativas como fue el gasógeno, un solución que fue hija de los tiempos del hambre.

El gasógeno fue el combustible pobre con el que sobrevivimos durante el aislamiento de los primeros años de la posguerra, cuando había que suministrar los recursos con cuenta gotas, cuando para poder llevar un coche había que guardar cola para retirar los vales para la gasolina en las oficinas que Campsa tenía en la Puerta de Purchena.

En septiembre de 1941 salió a la calle un bando en el que se prohibía a los coches de turismo circular de sábado a lunes para ahorrar combustible. Efectivos de la guardia civil y de la policía municipal vigilaban las carreteras de acceso a la ciudad y paraban a los conductores para pedirles la autorización obligatoria. En febrero de 1944 se agudizó la restricción de petróleo de tal forma que se prohibió la circulación de coches y motocicletas, excepto a los que estaban adaptados para funcionar con gasógeno. Los vehículos oficiales necesitaban un permiso para transitar por la ciudad, así como los coches y las motos de los médicos y el personal sanitario. A los turismos, los taxis y a las camionetas que se dedicaban el servicio público le hacían la instalación en la parte trasera del vehículo, mientras que a los camiones se lo colocaban detrás de la berlina. La instalación de los motores de gasógeno no era una tarea sencilla y los mecánicos tenían que trabajar duro durante varias jornadas para colocar aquel mamotreto que funcionaba con una caldera rudimentaria a base de carbón vegetal y que estaba compuesto además por un sistema de tuberías que se colocaban por la parte de fuera para evitar que se quemara el motor.

Los taxis que no tenían puesto el gasógeno podían trabajar solamente en días alternos, los que su matrícula acababa en número par circulaban los días pares, y los que terminaban en impar, los días impares. El gasógeno se convirtió en la alternativa a la gasolina. “Automovilista, su motor no se perjudicará si lo equipa con el modernísimo gasógeno Ordóñez, declarado de utilidad nacional”, decía la publicidad que puso en marcha el taller ‘Radiadores Ortiz’, de la calle Navarro Rodrigo.

También funcionaba con gasógeno la camioneta que hacía el servicio con Viator, la popular Parrala, que llevaba incorporada, en la parte trasera, un generador de gasógeno. Los niños de la Carretera de Granada, cuando salían del colegio de Calvo Sotelo, se iban a las cocheras de Ramón del Pino a jugar con la Parrala. Su misión consistía en ayudar al chófer a ponerla en marcha: ellos le daban a la manivela para encender el artefacto y a cambio, el conductor los dejaba subirse en el coche y los llevaba, en un paseo triunfal, hasta la Plaza de San Sebastián, donde estaba la parada oficial.

Los almerienses de aquel tiempo apenas se inmutaban cuando venía el apagón de luz ni se echaban las manos a la cabeza por la falta de combustible porque había otras prioridades como el pan que a veces faltaba en las mesas. El pan llegó a ser uno de los alimentos que se compraban con cartilla porque escaseaba la harina y había días que había que hacer cola para poder llevarse una ración. Se formaban aglomeraciones delante de las panaderías antes de que amaneciera y si el suministro llegaba escaso los últimos se iban con la talega vacía y tenían que buscarse la vida en el estraperlo.

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