Los helados que nunca se olvidan
El sabor de los polos de la infancia lo llevas grabado a fuego para siempre

La fábrica de helados que Adolfo montó a comienzos de los años setenta en la calle Alborán del barrio de la Almedina. Trabajaban todos los miembros de la familia.
Hay sabores que se te quedan grabados para siempre en ese rincón de la memoria donde anidan también los sentimientos más profundos. Existe un camino directo que comunica las emociones que se generan en el paladar con la zona más primitiva de nuestro cerebro, de tal forma que cincuenta años después uno puede seguir recordando el gusto que le dejaban aquellos caramelos de café con leche que vendían en las confiterías en tarros de cristal, aquellos primeros helados que nos parecían el manjar más exquisito que habíamos probado jamás o aquellas gaseosas sencillas que hacían en una fábrica de Almería y que en una noche de cine en una terraza de verano nos abrían las puertas del paraíso de par en par.
El descubrimiento de aquellos sabores nos marcaron con tanta fuerza que llegamos a pensar que los helados o los dulces de entonces eran insuperables. ¿Por qué nos parecían tan buenos? Quizá porque formaron parte de la primera vez, de esa etapa de nuestra vida en la que todo era un hallazgo continuo y chupar un polo de hielo bañado en limón se convertía en una revelación que terminaba transformándose en un acto de fe. Seguramente aquellas gaseosas La Fortaleza que llevaban grabadas en las botellas las murallas de La Alcazaba eran las más modestas del mundo, pero para los niños de entonces nos parecían invencibles y no volvimos a probar nunca más nada parecido.
La felicidad era algo tan cotidiano que nos sacaba a bailar continuamente. Yo llevo asociada la sensación plena de felicidad a ese instante en la que en mi casa me daban una peseta y sin bajarme de la acera iba caminando hasta la heladería Adolfo de la calle Mariana para comprarme un polo de limón o de naranja, que eran los más baratos. Esos momentos en los que llevabas la moneda bien atrapada en la mano, esos minutos en los que ya tenías en la boca el sabor prematuro del helado, te hacían sentir el niño más afortunado del mundo.
Como te cambiaba la vida con un polo en la mano. De pronto te evadías de la realidad y corrías a sentarte en un tranco para disfrutarlo a solas, evitando en lo posible encontrarte con alguno de aquellos amigos de tu calle que estaban siempre al acecho para pedirte un bocado, ya fuera de un helado, de un bocadillo de mortadela o de una onza de chocolate. Comerte un helado era un ejercicio de ensimismamiento y una forma de placer que uno afrontaba como si fuera la primera y la última vez.
Nos sentíamos debutantes cada vez que teníamos un helado en nuestras manos, embriagados en esa sensación de primera vez que llenaba de magia cada movimiento de la lengua. Aquellas ceremonias inolvidables empezaban en mayo, cuando estrenábamos los pantalones cortos sentados en un taburete de la heladería Adolfo.
En algunas ocasiones nos permitimos el lujo de subir un peldaño en esas escaleras de sensaciones que rozaban el cielo y en vez de un sencillo polo de peseta nos permitíamos el lujo de comprarnos un corte o un helado de cucurucho, que eran palabras mayores. Tanto el corte como el helado tenían el doble valor que les daban las galletas. Era todo un ritual enfrentarte a un cucurucho que empezabas a comértelo por arriba y lo terminabas siempre por abajo, abriendo un boquete en el pico para que el turrón o la vainilla te cayera gota a gota en el paladar.
Nunca he vuelto a probar nada parecido a aquellos helados que Adolfo y su familia elaboraban en su fábrica casera de la calle Alborán y que después vendían en la heladería de la calle Mariana, una habitación a modo de portal, con una trastienda que servía de almacén. Estaba tan pegada a la acera, tan abierta al exterior, que era imposible pasar por la calle sin detenerse delante de la vitrina, aunque sólo fuera para disfrutar del perfume que dejaban los helados de crema y el limón granizado.
El verano se anticipaba todos los años con la apertura de la heladería, de la misma forma que tomábamos conciencia del otoño cuando por octubre echaba el cierre hasta la temporada siguiente. Todos los años, unos días antes de Semana Santa, aparecían las empleadas de Adolfo para limpiar el local después de los meses de descanso. La apertura de la heladería llenaba de fiesta la calle y el barrio en unos tiempos en los que ir a comprarse un polo era un gran acontecimiento. Para muchos, la vieja heladería de la calle Mariana forma parte de los mejores recuerdos de nuestra vida, de una infancia que apuramos en la calle, con los bolsillos escasos pero con el botín suficiente para disfrutar de uno de aquellos polos de peseta que llevaban impregnados el aroma de todas los naranjos y todos los limoneros del valle del Andarax.