El horrible edificio de Correos
En mayo de 1970 Almería estrenó otro esperpéntico edificio en el centro de la ciudad

El nuevo edificio de Correos unos días antes de su inauguración en mayo de 1970.
El viejo palacio que había albergado las aulas del colegio de Jesús Maestro hasta 1917 fue ocupado unos años después por la Administración General de Correos, que necesitaba para crecer locales más amplios donde pudieran estar unidos los servicios de Correos y de Telégrafos. Las antiguas aulas por donde pasaron tantas generaciones de niños almerienses desde 1891, se fueron transformando en habitaciones para el servicio de la correspondencia y en la esquina principal del edificio, la que se asomaba al Paseo, se instaló una hermosa figura de bronce donde un león con sus fauces abiertas invitaba al público a depositar dentro sus cartas.
Aquel edificio se fue haciendo viejo y cuando por falta de mantenimiento algunas dependencias se fueron cayendo, el Estado, en vez de promover la rehabilitación del viejo palacio, optó por echar mano de las piquetas sumándose a la moda de finales de los años sesenta, cuando se derribaron tantos edificios con historia.
En 1967 empezó el derribo del primitivo colegio de Jesús, convertido después en Correos, ante la pasividad de la sociedad almeriense de la época y la complicidad de los políticos. De lo que había sido no quedó ni rastro: la casa la convirtieron en escombros y el gran león de bronce que hacía de buzón en la entrada desapareció misteriosamente.
Sobre el solar levantaron un edificio caótico, un mastodonte vertical poco funcional y obsoleto desde su construcción. El 13 de mayo de 1970 fue inaugurado el gigante con los máximos honores, ya que contó como testigos con el entonces príncipe de Asturias, Juan Carlos I de Borbón y la princesa Sofía. Todas las autoridades acudieron al acto de apertura de aquel monstruoso edificio que fue acogido como si se tratara de una obra moderna y ejemplar, nada más lejos de la realidad. Así nació el nuevo edificio de Correos, en pleno centro de la ciudad, con su fachada principal a la Plaza del Educador del Paseo.
En la tercera planta se ubicaron las viviendas, tanto del jefe de Telégrafos como del jefe de Correos, que entonces eran dos organismos distintos, así como la casa del conserje, Juan Ramos, que allí vivió con su familia hasta que le llegó la jubilación. En la segunda planta se instalaron las jefaturas, la zonas de habilitación y personal, mientras que en la primera se organizaron todos los aparatos de telegrafía y los despachos de los telegrafistas. En la planta baja estaba el hall con ventanillas, la caja postal y la sala de clasificación. El edificio terminaba en un amplio sótano donde fueron destinados los cerca de setenta carteros que en aquella época formaban el resto de la plantilla del cuerpo.
Ser cartero entonces no era ningún regalo; a comienzos de los años setenta el oficio era duro y estaba mal pagado; a veces había que salir a repartir incluso en los días festivos si era necesario y hasta te podían suspender las vacaciones si faltaba personal.
El cartero formaba parte del barrio como un vecino más al que se esperaba con paciencia cada mañana, a la misma hora. "¿Ha pasado ya el cartero?", era una
pregunta que se repetía a diario en las calles cuando alguien estaba esperando noticias de un familiar que vivía fuera. El cartero era el vínculo que nos comunicaba con el exterior, él nos traía las cartas llenas de besos y promesas de los novios que se amaban en la distancia; el sobre con las noticias del hermano que estaba cumpliendo el servicio militar y que las madres leían en voz alta mientras lloraban su ausencia; aquel telegrama a deshoras que casi siempre presagiaba una mala noticia.
El cartero formaba parte de nuestras vidas, lo conocíamos por su nombre y él nos conocía a nosotros y cuando pasaba por nuestra casa en un día de lluvia, medio cubierto por aquellos rudimentarios impermeables oscuros, empapados hasta el alma, nuestras madres lo invitaban a sentarse bajo techo a ver si cesaba el chaparrón. En verano, cuando iban dejando un rastro de sudor en su larga travesía del desierto, siempre había una vecina que le sacaba un vaso de agua fresca mientras le daba conversación. Porque los carteros de antes vivían a la intemperie, siempre andando cargados con aquella enorme cartera de cuero que les dejaba maltrecha la columna.
La llegada del cartero era siempre una esperanza para todo el que esperaba recibir noticias de fuera y cuando pasaba sin dejarnos nada se nos quedaba un poso de tristeza descorazonador. En mi barrio, en aquellos primeros años setenta, los carteros traían todavía muchas cartas de los emigrantes que estaban en Cataluña y en el extranjero. Nos gustaban, sobre todo, los sobres que venían de Francia y de Alemania, adornados con aquellos sellos desconocidos que eran tan sugerentes para los niños en un tiempo en el que coleccionábamos todo lo que caía en nuestras manos.