La Voz de Almeria

Tal como éramos

La cartera que llevabas al colegio

Con la cartera teníamos una extraña relación: la queríamos y la odiábamos a la vez

Los hermanos Carrión con sus carteras de cuero con correas a comienzos de los años 60.

Los hermanos Carrión con sus carteras de cuero con correas a comienzos de los años 60.

Eduardo de Vicente
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Desde la mirada de un niño al que no le gustaba ir al colegio, como era mi caso, la vuelta a clase en el mes de septiembre era un sufrimiento que no tenía consuelo alguno. Dejar atrás el verano y sus días eternos de calle, de playa, de juegos y de Feria para volver al pupitre y a la pizarra, a los madrugones, a las obediencias obligatorias, a las lecciones de memoria, a los boletines y a los castigos, suponía un duelo moral que te dejaba una huella imborrable y un sentimiento de pena que a más de uno le hacía llorar.

Volver al colegio era un suplicio, una amargura donde la única alegría llegaba cuando ibas con tu madre a que te comprara el material escolar. Una caja de lápices de colores y de rotuladores era como encontrarte un pequeño oasis en medio de un desierto. Yo sentía una atracción especial por aquellos estuches de madera que tenían dos compartimentos porque con ellos jugábamos a los barcos cuando se distraía el maestro. También disfrutaba tocando y oliendo los libros nuevos, embriagándome con el perfume a imprenta y con las ilustraciones que llevaban.

Otro momento de fiesta era cuando íbamos a la papelería más cercana a comprar forro para envolver los libros. Forrar un libro era una ceremonia que nos causaba placer: las tijeras, el fixo o el pegamento Imedio, el forro y la mesa del comedor donde ejecutábamos con paciencia ese ritual que tenía que hacer eternos los libros para que al año siguiente pudieran ser utilizados por el hermano que venía detrás.

El día grande de la compra del material escolar era el que te tocaba ir a comprar la cartera. Con la cartera establecíamos una relación especial de amor y odio difícil de entender. La queríamos y la aborrecíamos a la vez. No consentíamos que nadie nos tocara nuestra cartera y si un niño en la escuela se atrevía a profanarla le declarábamos inmediatamente la guerra. Pero de la misma forma que la defendíamos ante los demás, la ultrajábamos cuando estábamos lejos de la escuela. Cuántas veces al salir de clase utilizábamos la cartera para tirarla en un descampado de tierra y usarla como uno de los postes de la portería.

Los viernes, cuando llegábamos del colegio a nuestras casas con la felicidad de tener todo un fin de semana por delante, lo primero que hacíamos, como en un gesto de rebeldía, era lanzar la cartera lo más lejos posible de nuestra vista creyendo tal vez que así no volveríamos a verla jamás. Pero no era verdad. El domingo por la tarde volvíamos a la realidad de aquella temida cartera que en su interior guardaba todos los deberes que teníamos pendientes.

Todas las carteras de nuestra infancia olían irremediablemente a lunes: llevaban grabadas aquel perfume a derrota anticipada que tenían las tardes de los domingos. Ese instante de tener que buscar la cartera porque ya ni te acordabas de donde la habías dejado, esos segundos de abrir las correas y sacar los libros y las libretas, te evocaban todos los temores de la infancia y un sabor amargo te secaba la boca mientras que en la radio la voz lejana de un locutor repetía los resultados de los partidos de fútbol y el boleto premiado de la quiniela.

La cartera era entonces un objeto personal e intransferible que nos pertenecía solo a nosotros. Los niños de antes aprendimos desde pequeños a soportar el doble peso de la cartera: el peso moral de las obligaciones que representaba y el peso físico cuando iba cargada de libros y parecía que la cartera pesaba más que nosotros. No permitíamos que nadie nos llevara la cartera, al contrario de lo que ocurre hoy que tanto se repite la escena de los padres llevando a sus hijos al colegio y cargando con las carteras y las mochilas de los niños.

La cartera era un pozo sin fondo donde tenían cabida los libros, las libretas, el estuche, las canicas que te llevabas al recreo, el bocadillo de media mañana, los palos de regaliz que comprabas en el quiosco de enfrente, el álbum con las estampas que estabas coleccionando y hasta el atlas para la clase de geografía.

La cartera te llenaba también de responsabilidades porque tenías que cuidarla como si fuera un niño. Recuerdo aquellas carteras de cuero con sus correas reglamentarias que sobrevivían a varias generaciones y que si algún día se rompían o se estropeaban por el paso del tiempo, las llevábamos al zapatero del barrio y las dejaba como nuevas.

Cómo lamento no haber guardado como si fueran un tesoro todas las carteras que pasaron por mis manos en la escuela. En ellas estaba encerrada una parte de mi infancia. Después, cuando llegabas al instituto y te metías de lleno en las aguas pantanosas de la adolescencia, te olvidabas para siempre de la cartera porque era cosa de niños. No sé por qué motivo nos parecía ridículo ir al instituto con cartera y preferíamos llevar los libros abrazados y cambiar las viejas libretas escolares por los folios y por aquellas carpetas con elásticos que decorábamos con las pegatinas de nuestros ídolos.

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