La Voz de Almeria

Tal como éramos

Aquello de “calle mojá, cajón vacío”

Aquel temor antiguo a los días de lluvia sigue latente aún en los comerciantes de Almería

Niños celebrando la lluvia en las laderas de los cerros de la Chanca allá por los años sesenta

Niños celebrando la lluvia en las laderas de los cerros de la Chanca allá por los años sesentaLA VOZ

Eduardo de Vicente
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En la tienda de López Andrés de la calle Castelar todavía tienen presente aquel dicho antiguo que anunciaba “calle mojá, cajón vacío’ que era una sentencia para los comerciantes de Almería, que tanto sufrían cuando se acumulaban varios días de lluvia. En el negocio de El Valenciano, de la calle de las Tiendas, su propietario sigue echando mano de aquella frase que viene de los tiempos de su bisabuelo, allá por el siglo XIX, que dice: “calle mojá, mostrador seco” que es otra variante para expresar el temor de los tenderos almerienses a la lluvia, que tanto afectaba a la clientela a la hora de salir a la calle.

El miedo a la lluvia es un sentimiento natural de los almerienses, que a lo largo de la historia han tenido que sufrir los arrebatos de las ramblas con tanta frecuencia. El casco urbano vivió durante siglos expuesto continuamente a las ramblas que lo cruzaban en su camino natural hacia el mar. Las riadas formaron parte de la vida cotidiana de la gente y alguna de ellas, como la del once de septiembre de 1891, quedó grabada para siempre en la memoria colectiva de la ciudad.

Quizá por eso la mayoría de los almerienses le temen tanto a la lluvia, especialmente los comerciantes, que siguen sufriendo las consecuencias de los temporales, como ha ocurrido en estas últimas semanas de inclemencias meteorológicas, que han dejado desiertos los negocios del centro como si hubiera ocurrido una catástrofe.

En el otro lado de la balanza estamos los que nos sentimos hijos de la lluvia, los que renacemos cuando amanece un día nublado, los que nos echamos a la calle a mojarnos como lo hacíamos en aquellos días de la infancia cuando la lluvia nos traía siempre noticias nuevas y nos aliviaba de la monotonía del colegio. En medio del sopor de las explicaciones o cuando el maestro amenazaba con sacar a los alumnos a la pizarra, un relámpago y su correspondiente trueno cambiaban el rumbo de la clase radicalmente, como si un ser superior desde el cielo dijera: “que se pare el mundo”.

Qué algarabía cuando la oscuridad se apoderaba de la clase y las luces empezaban a temblar. Qué alboroto cuando el cielo retumbaba sobre nuestras cabezas y las lecciones de matemáticas y las conjugaciones de los verbos eran arrastradas al océano del olvido como aquellos barcos de papel que los niños echábamos a navegar por las calles en los días de lluvia. Qué insignificantes parecían las explicaciones, los deberes, la autoridad del profesor, cuando tronaba y en los cristales de las ventanas de la clase el agua golpeaba con fuerza y amenazaba con entrar. Cuánto nos gustaban a los niños las goteras de la escuela, aquellas que rompían el orden del aula y nos llenaban de felicidad. Las goteras nos obligaban a mover las mesas y las bancas y a buscar cubos para que no se inundara la clase.

A la salida de la escuela, si estaba lloviendo, la puerta se llenaba de madres con cara de asustadas, que con el paraguas en la mano buscaban a sus hijos. Recuerdo que cuando la tormenta era importante, los maestros no nos dejaban salir del aula hasta que no llegaban nuestras madres a buscarnos.

La lluvia nos sacaba de la monotonía de la vida diaria y nos regalaba el milagro de una ciudad distinta. Una capa de tristeza, de día fatigado, de noche prematura, alteraba el pulso tranquilo de Almería y hasta nuestras calles más cercanas nos parecían distintas bajo aquel manto de melancolía y aquellos espléndidos charcos que los niños atravesábamos con la emoción del que cruza un río.

Todo cambiaba bajo la lluvia: las ropas de la gente, el estado de ánimo, las comidas, el olor de las calles y hasta los sonidos de la ciudad. La lluvia era un milagro que nos regalaba su propia sinfonía. Cuánto disfrutaba oyendo caer las gotas en el tejado del váter y viendo como penetraba la niebla por el patio de mi casa dejando su rastro de humedad en todas las habitaciones. Cuando la lluvia se prolongaba varios días mi madre tenía que inventarse un tendedero en un cuarto y allí se iba secando la ropa, colgada como tripas de embutidos.

Los días de lluvia me gustaba salir al tranco de la calle para escuchar el ruido de las ruedas de los carros al pasar por los adoquines empapados y el alboroto que producían los coches cuando cruzaban mojando a todo el que pasaba por la acera.

Había lugares intransitables cada vez que caían cuatro gotas. Recuerdo haber visto la Puerta de Purchena, a la altura de la Rambla de Alfareros, convertida en un pantano y a la gente parada en las aceras contemplando aquel espectáculo de vehículos atorados y de peatones cruzando con el agua hasta las rodillas.

En Almería solíamos decir que aquí no estábamos preparados para la lluvia y aceptábamos las calles encharcadas como si fuera un estigma con el que teníamos que cargar de forma irremediable.

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