¡Señorito, una perrica para esta maya de Almería!
Sigue vivo uno de los ritos de Almería: ese retablo de las maravillas, ese patio de monipodio, que sorprende en una esquina del Quemadero o en una placita de La Chanca, con una niña cubierta de flores y una sábana atada a la pared

Niña vestida de maya en La Chanca, en una imagen de Pérez Siquier. La rodea su madre y una cohorte de niñas.
Hay en los almerienses -en buena parte de los almerienses que en esta provincia han sido- cierto carácter pendular a lo largo de su historia reciente o primitiva. Fueron muchos los años y la décadas en los que percibíamos que todo lo de fuera era más solido: los trenes eran más rápidos, los ríos más caudalosos, los edificios más formidables, las mujeres más altas, la mantequilla más pura. Después, sin complejos, fuímos moviéndonos, cuando veíamos lo pipa que aquí se lo pasaban los forasteros, al territorio del chauvinismo: ‘Almería, madre de la vida padre’, ‘Donde el sol pasa el invierno’, las mejores tapas, los mejores precios, las mejores playas, el mejor cielo y todo lo demás que ya sabemos. Y lo mismo nos ha pasado con las fiestas y las actividades de ocio: hemos ido importando e impostando -con la destreza con la que exportamos tomates- ritos advenedizos que hemos incorporado sin ambages a nuestro repertorio urcitano: las cruces de mayo que estos días florecen en la ciudad como costumbre vicaria de Granada; o los halloween de los primeros fríos o aquellas fallas valencianas que sacudieron de estruendo la ciudad hace un par de primaveras; y han llegado también nuevos festivales musicales como el Solazo o el Cultural, igual que se fueron Los Festivales de España o El Festival de la Canción o aquella Feria del Caballo de las Almadrabillas o la Feria de Invierno que se celebraba en los años 70 del siglo pasado.
Y, sin embargo, hay tradiciones, herencias remotas, que no se sabe por qué argumento se resisten a desaparecer, con más o menos brío, con luces y sombras, de la Almería profunda así que pasen siglos. Una de esas usanzas enraizadas en el pretérito imperfecto de Almería es la costumbre de las mayas que afloran también estos días con cierto ímpetu pero nunca en la proporción que se veían hace más de un siglo. Lo que hace brillar la tradición de las mayas es que el fascinante retablo aparezca en cualquier plaza, en cualquier esquina, cuando menos lo esperen los transeúntes; ‘Un eurico para la maya, que no tiene manto ni saya’, igual que antes se pedía, según la época, un chavico, una perrica o una pesetica.
No hay un corolario claro de cuándo surgió la costumbre de las mayas, que no tiene nada que ver con las cruces de mayo, más allá de compartir mes. Se trata de un rito de origen pagano que viene de la antigua Roma. Tampoco es una tradición genuina de Almería: se realiza también, entre otros lugares, en Burgos, Orgaz (Toledo) y Colmenar Viejo (Madrid) donde es Fiesta de Interés Autonómico.
Desde principios del siglo XIX hay constancia, según textos de Joaquín Santisteban, José Angel Tapia y Bernardo Martín del Rey, que se celebraba la costumbre llegado mayo de que las niñas se echaran a la calle a adornar con telas, colchas y mantones las rejas de las ventanas de los barrios de Almería. Una de las más antiguas se hacía en la Cruz del Quemadero, donde se establecían las mayas en un cuadro escénico magnífico con la reina sentada en un rico asiento con guardapiés de tisú y jubón rojo, trenzado el cabello con cuentas de perlas, un abanico de plumas en las manos a manera de cetro, en los labios el carmín y el rubor en las trigueñas mejillas.
Han sido siempre las mayas patrimonio de barrios sustanciales de la ciudad: La Chanca, La Almedina o Alfareros. El escritor Fermín Estrella, emigrado a La Argentina, recordaba el mes de mayo de las mayas con sus niñas vestidas de blanco, sentadas en la esquina de la plaza Pavía entre flores frescas y olorosas, pidiendo dádivas para la reina.
Se adornaba -y se adorna- el rincón elegido con macetas, cortinas y alfombras y se sentaba a la maya en un trono de claveles y rosas, mientras su corte pedía al público con un azafate unas monedas para comprar golosinas. Era una escenificación espontanea que fue degenerando con los años. A finales del XIX se confundía con una actividad más de mendicidad y la prensa y los comerciantes exigían al Ayuntamiento que terminase “con esos fantonches y mamarrachadas”. Se puso de moda que se disfrazaran también hombres, con más barba que un fraile capuchino, como mayas, que contaban con unos secuaces que exigían con una bandeja el pago de una moneda por ver al ‘Mayo’, con amenazas e insultos si el paseante no soltaba la perra gorda o la perra chica. Había mayas decadentes de este tipo en la calle Granada y en el barrio del Inglés. Algunas veces se producían también incidentes por piropos subidos de tono, sobre todo cuando las mayas en vez de niñas eran ya mozas casaderas.
En los años 30 fue languideciendo la tradición y lentamente se fue recuperando después de la Guerra. En la calle Méndez Núñez se vestía Carmencita la hija del dueño del bar Los Mariscos, que pasaba horas muertas sin poder moverse del altar envuelta en un chal de cretona estampado con un clavel en el pelo y un ramito de margaritas en las manos. Las niñas se hacían un lunar en la mejilla frotando una púa en el culo de una sartén y se hacían el rabillo del ojo, recuerda Lola Quero. La sábana se enganchaba a la reja en la calle Pescadores y a veces se sacaba un tocadiscos. A partir de los años 80 volvió con fuerza y en El Quemadero, el muro de Rosica de los Pilones se quedaba sin rosas. En la calle General Luque, las niñas de los 70, volvieron a recuperar su maya 30 años después pintándose los labios, colocando unas macetas y unos mantones y volviendo a pedir una pesetica para la maya.