La Voz de Almeria

Almería

El verano de Almería

A veces es la feria el termómetro que clickea nuestro cerebro, el que nos invita a salir de ese spleen de pasos lentos, cuerpos que se tuestan...

El verano en Almería.

El verano en Almería.JKK

Juan Antonio Cortés
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La estación se desinflama ahora del calor agobiante de un verano tórrido y plomizo donde las aguas a veces parecían un caldo inquietante, pero se dopa con el regreso al necesario estrés laboral y a las no menos imprescindibles rutinas que los libros imponen en el calendario. Se van yendo, a ese ritmo que nadie ve, con la secuencia del reloj natural y el disimulo de quien conoce cuán despistado es el ser humano, las tardes eternas. Minuto a minuto, el día languidece con una cierta timidez, mientras nosotros, la gente que ansía un anárquico orden, pensamos que el sol no se irá nunca.

A veces es la feria, que diría Pepe Céspedes, el termómetro que clickea nuestro cerebro, el que nos invita a salir de ese spleen tan almeriense, cansino, de pasos lentos, cuerpos que se tuestan y colas de coches camino del Cabo en busca del paraíso terrenal. A veces era ahí, en esas horas en las que los feriantes guardaban los patos y los huesos de la noria y sus quejidos emigraban hasta mejor suerte y el soniquete de las hamburguesas se alejaba por los arrabales, cuando descontábamos el tiempo que nos quedaba para enterrar el verano.

Vacaciones

Pero eso pasa cada vez menos, de modo que septiembre es, ya, una fiable y recomendable alternativa al mítico segundón: el julio repudiado, el séptimo de caballería, el de los segundones, la última elección entre un escuadrón de obreros. Agosto era el glamour, el clamor de los pudientes, el anhelo de las clases medias y pseudomedias que, meneadas por las calenturas, se echan -nos echamos- a las playas a rendir cuentas al sol como fieles de una pagana adoración al arte de no hacer nada.

Se quejaba un viejo gracioso en Costacabana a su mujer:

-Sin fútbol y aquí a la bartola.

La mujer, con un traje de baño de los de antes y rodeada de tuppers, atizaba un yogur al nieto.

-Ahí tienes la puerta. Será que no estás a gusto sin hacer nada.

-Tú lo has dicho: sin hacer nada.

Pegado a la sombrilla

Pero el viejo, más por sabio que por viejo, se mantuvo impertérrito pegado a la sombrilla, medio cuerpo horneándose con el moreno, el otro medio dentro del eclipse, y empezó a entretenerse observando a una cuadrilla de adolescentes alfa, varones todos, cuya seña de identidad característica es un corte de pelo a caballo entre el brócoli, el repollo y, como el Yamal, la lechuga iceberg. Uno lleva una oreja pegada a un artefacto del que emerge algo que ni el Sabina ni el Perales ni el Manolo García encajonarían como música. Suena alto un aullido gutural de frases inconexas que hablan de tías en tanga y esas mierdas importadas. El viejo, que si quieres, con su barriga cervecera y un bañador que parece el de Fraga en Palomares.

-A ver si los callas tú, mujer.

Pero en la cuadrilla de brocoleros hay también dos mujeres que no dicen nada cuando escuchan la escoria de letra que sale del altoparlante. Vamos, niñas que hace un par de años veían Dora la exploradora y ahora se quedan la vuelta del taxi los sábados por la noche mientras disfrutan de un Iphone y le dan a los selfies.

-¿Será verdad que nos va a salir un hueso nuevo en la nuca, Manuela?

Manuela, a lo suyo, con su café de media tarde y su mirada al infinito y más allá.

-Chepa, la nuestra.

Smartphones

El abuelo, a lo suyo, con los ojos clavados en el coro de los mancebos. Se sorprende el viejo de la habilidad con la que los dedos se deslizan por el smartphone en el intento desesperado de huir de la monotonía. Saltan los vídeos como demonios a golpe de índice o corazón, y a veces de los dos a la vez, y el señor piensa lo lejos que quedaban las reuniones de amigos normales: esa gente que casca, atiende, se descojona, mira a los párpados, se camufla con un libro. Se oyen, como átomos bailando, monólogos de influencers, aspirantes a presidir el oráculo digital o de eso que los modernos llaman creadores de contenido, ese cosmos tan cojonudo donde hay un feliz carpintero que nos ayuda a barnizar junto a un nini deslenguado o un divorciado con ganas de hacer méritos.

Unos metros arriba, por donde el Paseo Marítimo, camina un jovenzuelo con un perro canela bien gordo. Tiene los ojos clavados en la pantalla. Pasan a su lado un par de bicicletas con ganas de atropellarlo, pero él sigue con el cuello inclinado. Solo levanta el pescuezo cuando observa que el perro ha vaciado su intestino. Mira disimuladamente hacia el muro y luego hacia la carretera y, al asumir que el peligro ya no acechaba, regresa a su posición inicial. A tiro de piedra, en una ducha, hay una madre que apaña a su hija. Le rechista, pero el chaval pasa de la onomatopeya. Se coloca unos cascos ochenteros y tira millas con un arte de difícil réplica.

-Se les ve venir -dice una señora, que camina con un grupo de mujeres.

-Vaya, cuando ves que van con el móvil -responde otra.

-Y sin la botella...

Pero ya es septiembre, y el viento unas veces besa, como Machado, y otras tantas inquieta; el mes de las grandes romerías (Dalías, Monteagud, Albox, Bacares), el de las (in)esperadas gotas frías, el de la vuelta al gimnasio con propósitos que duran, si acaso, unos cuantos madrugones; ese tiempo extraño en el que buscamos desesperadamente una academia de inglés con la mirada puesta en los venideros Erasmus anticipando el brillante futuro como emigrantes de nuestros hijos -con el B2, claro- y apuntamos a los críos a clases extraescolares hasta que agotan el último hálito de energía porque no han tenido bastante con las siete horas de la mañana.

Septiembre, la transición tenue, cuando empiezan a oírse pasos mascando hierba por los senderos de la Alpujarra y los senderistas se desparraman como domingueros buscando el alma perdida y el agua es un rumor que baja por los pedregales de una rambla desbocada de Los Filabres.

Septiembre, que es un baile de pisás y de cantares y de mostos, de jóvenes viñedos y vendimiadores viejos:

Pisa las uvas,

que como mis amores

ya están maduras

(Miguel Hernández)

Septiembre, de berreas, cuando los ciervos aúllan de amor en noches de encanto y aquelarre. En esas tardes en declive, en las profundidades de nuestro bosque filabreño, se oyen los bramidos en el silencio como poemas de machos enamorados. Como un eco en la oquedad de las montañas, asoman su cornamenta entre los pinares para seducir a las hembras. Cuando el bramido reverbera con la fuerza de un trueno por Bacares o Serón, Sierro o Laroya, el celo se desata tres semanas esparcido en el rocío y el ciervo bravo, sabedor de su encanto, recuerda a sus machos competidores que esos dominios son suyos.

No se lo digas a nadie. Es el mejor mes del verano.

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