El refugio de lujo que tenía las mejores vistas de la ciudad
Las cuevas de la cara norte del Cerro de San Joaquín siguen abiertas

Cara norte del Cerro de San Joaquín, con las cuevas que sirvieron de refugio
El Cerro de San Joaquín tiene formas de seno de mujer que el tiempo ha ido esculpiendo hasta suavizarlas. Es un lugar extraño, tan unido a la historia de la ciudad como desconocido por la mayoría de sus habitantes. El camino más directo para llegar es desde el Cerro de San Cristóbal, atravesando el hueco de la muralla y caminando en dirección hacia el barranco Caballar y la autovía que viene del poniente. No hay que andar demasiado para encontrarse, de pronto, con una quebrada entre dos cerros donde reinan majestuosos pinos de copa redonda que le dan al lugar un aspecto remoto como si la civilización quedara muy lejos. Allí sobresale el Cerro de San Joaquín, el refugio de lujo que tenía las mejores vistas de la ciudad, el escenario sagrado donde las familias del Reducto, la Chanca y de la Joya se protegían de los bombardeos en los años de la guerra civil. Por su cara sur, el cerro mira de frente al mar y a las murallas de la Alcazaba, mientras que por su cara norte esconde un manojo de cuevas donde cientos de almerienses pasaban la noche cuando el miedo a los proyectiles dejaba en vela a media ciudad.
El Cerro de San Joaquín es un lugar mágico, de una belleza brutal, donde se mezcla la pobreza de los últimos habitantes de la Joya, la mayoría familias musulmanas, con la grandeza del mar que lo inunda todo, la solemnidad de los torreones de la Alcazaba y el misterio del barranco Caballar, donde la ciudad se aleja definitivamente para transformarse en otra cosa. Las cuevas de San Joaquín parecen intactas desde fuera y en la ladera de poniente hay algunas que están todavía habitadas. En los días de la guerra, aquel escondite fue uno de los refugios espontáneos que utilizaron los almerienses para ponerse a salvo. Uno más en esa larga lista de guaridas que se perforaron por todos los barrios. Enterrados bajos los pies de la ciudad quedan centenares de aquellos agujeros y galerías que sirvieron de guarida a los que tu vieron que sufrir los 52 bombardeos a los que fue sometida Almería.

En la cara de poniente del cerro hay cuevas que siguen habitadas.
Desde La Cañada hasta Pescadería, desde la playa de Las Almadrabillas hasta el Diezmo, desde la Plaza de Toros al Barrio Alto, no hubo un sola manzana donde la población no perforara la tierra para protegerse. Una de las excavaciones más im portantes acometida en su primer tramo de forma espontánea por la población civil se llevó a cabo en la zona de la Plaza de Cepero. Se abrió una galería desde la calle Almedina, esquina con Molino Cepero, hasta la cuesta de Almanzor, donde se perforó la segunda boca. Desde aquí, el túnel seguía hasta llegar al solar de la antigua perrera, detrás de lo que fue el Cine Moderno, y así hasta desembocar en otra boca principal ubicada debajo de donde hoy se encuentra el monumento a los Coloraos, en la Plaza Vieja.
En La Catedral hubo dos refugios: uno dentro del templo, entonces convertido en almacén de aceite y lentejas, y otro en el Palacio del Obispo, donde se ubicó el edificio del Gobierno Civil. Por la zona del Quemadero se abrieron dos refugios con entrada por la misma plaza y salidas por el Camino de Marín y lo que hoy es el barrio de La Esperanza, donde las montañas, horadadas de hoyos, constituían una excelente protección. La orografía de la ciudad, rodeada de cerros, facilitó una red de escondrijos naturales. En el barrio de Las Mellizas se hicieron muy populares la cueva del Tesoro y la de la Campsa, auténticas grutas con cientos de metros de profundidad, con la entrada por el cerro y salida a la zona de Bayyana, frente al mar. De aquél entramado de cavernas las que mejor se conservan son las de San Joaquín, donde medio barrio de Pescadería se salvó de las bombas alemanas que cayeron el 31 de mayo de 1937.