Manual de instrucciones para almerienses ante la muerte de un Papa
Desde Juan XXIII y Pablo VI hasta Roncalli, el papa de la sonrisa, el polaco Wojtyla que nos dejó en los Juegos Mediterráneos y el padre Bergoglio

Una página del periódico fechada en abril de 2005 cuando falleció el papa Juan Pablo II. Almerienses en la Catedral.
A los papas les pasa como a la gente común: todos son buenos cuando se mueren, incluso los malos. Ya dijo Rubalcaba que en España se entierra muy bien y en el caso de un papa, aún mejor. Casi todo el mundo coincide en que Bergoglio ha sido un buen pontífice, excepto su compatriota Milei quien le llamó imbécil y demonio y, ahora, ante el paisano ya cadáver, declara en Instagram que fue un honor conocerlo.
El pontífice argentino, que estudió en su juventud en Alcalá de Henares, no ha besado suelo español como Santo Padre, como hizo varias veces aquel Wojtyla al bajar del avión en la tierra de María Santísima. Sin embargo, telefoneó, poco antes de ser investido con la tiara, a un curilla de Vera por nombre Carlos María Fortes al que le dijo: “Llamo del Vaticano, soy el padre Jorge, y te agradezco -refiriéndose a la Fundación Art Ocupa- lo que estás haciendo”. Parece que el papa argentino era así: espontaneo, socarrón, con esa cara de panadero maquilero que recordaba un tanto a la de su antecesor Juan XXIII.
Desde niños, cuando éramos monaguillos, durante la Misa, el cura o coadjutor siempre pedía por Papa y el obispo de turno. “Por nuestro papa Pablo y por nuestro obispo Manuel”. Ese papa era Pablo VI y ese obispo era Manuel Casares, quien estuvo enfermo casi todo su apostolado en Almería. El papa Pablo, en realidad, se llamaba Antonio Montini, era italiano, como casi todos, y tenía cara de palo. Presidió la cátedra de San Pedro desde 1963 a 1978 y cuando lo enterraron también dijeron lo mismo que ahora están narrando de Bergoglio: “Fue un buen pastor, protector de los pobres de la tierra y un renovador”. Sucedió Pablo VI a Angelo Roncalli (Juan XXIII) patriarca de Venecia, de quien contaba la leyenda que solía navegar de noche disfrazado de gondolero hablando con menesterosos y prostitutas. Antes aún, gobernó el vaticano Pío XII (1939-1958), el que firmó el Concordato con Franco. Que se sepa, ningún Papa ha estado en Almería, aunque ahora hay un cardenal papable de sangre velezana y espíritu inquieto. No nos hemos visto en otra.
El primer funeral papal del que uno tiene memoria fue el de Pablo VI, quien se murió en plena canícula en Castelgandolfo, que es algo así como la Marbella pontifical. Era 1978 y fue el primer entierro de un vicario de Cristo retransmitido por televisión en blanco y negro. El 12 de agosto, en vísperas de la Feria, se celebró Misa funeral en la Catedral con todas las autoridades provinciales y el Cabildo Catedralicio en pleno en una homilía presidida por Manuel Casares Hervás. Por la tarde de ese mismo día se celebró pleno para hablar del problema de los suelos de Oliveros y se nombró a Julio Alfredo Egea mantenedor de las Fiestas.
Después de Pablo, nombraron sucesor en la Silla de Pedro a un tal Angelo Roncalli, el papa de la sonrisa, que duró menos que un alcalde en Carboneras; Roncalli, que pasó a la historia como Juan Pablo I, solo desarrolló un mes de pontificado en el otoño de 1978, cuando Almería vivía en plena Transición a la espera de elegir alcalde a un abogado llamado Santiago.
Fue Roncalli, dicen, el primero en hablar de él mismo en singular y no en plural mayestático; el primero en casi 2.000 años en no usar la silla giratoria de dos travesaños para ser llevado a hombros como un torero. Fue encontrado muerto, con una sonrisa dibujada en el rostro, como vivió, en su cama, por su monjita de cabeza y su desaparición estimuló todo clase de teorías de la conspiración al no hacérsele autopsia.
Después llegó Juan Pablo II, ese al que quería todo el mundo; un polaco hijo de militar, que estuvo a punto de batir récord histórico con 26 años de pontificado. Wojtyla fue conocido como el papa viajero, por su papa móvil, por vérselas con Fidel Castro o Gorbachov, por estar a punto de morir asesinado y por venir a España en varias ocasiones. Pero, sobre todo, porque nos permitió conocer a aquella gran Paloma Gómez Borrero, aquella bendita que más que una periodista en Roma parecía una monja más de la nunciatura. A pesar de que ríos de lágrimas lo lloraron también en Almería, con el tiempo a Juan Pablo II se le estudia como un neoconservador de la curia que nunca condenó la pederastia y que lo más arriesgado que hizo en su mandato fue levantarle la condena a Galileo, cinco siglos después, por pregonar que el hombre no era el centro del universo.
Se fue Juan Pablo II ya anciano, tras ser arrasado por el párkinson y una septicemia, y Almería volvió a llenar misas dominicales, presididas por Adolfo González Montes, en abril de 2005, en vísperas de los Juegos Mediterráneos, cuando Almería nadaba en fresas y nata, para despedir al papa polaco.
Y llegó el alemán Ratzinger (Benedicto XVI), un teólogo de Baviera, más preocupado por los libros que por el báculo evangelizado, quien dimitió en 2013 tras verse apeado de las fuerzas necesarias para poner orden en la Santa sede. Fue el primer papa que renunciaba por propia decisión -que se sepa- desde 1294 en que desapareció de Roma un tal Celestino V para convertirse en ermitaño. Ratzinger murió emérito en 2022 escuchando a Mozart y rodeado de gatos casi tan huraños como su dueño.
Ahora será el obispo Cantero, quien presidirá la despedida en la Diócesis de Almería de quien fue su mayor valedor, este argentino terco que se acaba de ir, que negó la existencia del infierno (una liberación para tantos adolescentes), que portaba siempre su estola blanca y sus zapatos proletarios que intentaban disimular una cojera; el Papa que, aunque no conoció Almería, se preocupó por los que aquí llegan desnutridos y ajados por el salitre en las pateras, quien habló de la gitana Emilia la Canastera, de Tíjola, mártir de la Guerra; el clérigo porteño a quien meterán en unas horas en una caja de ciprés alargada y le despojarán el anillo del pescador del anular.