La Voz de Almeria

Almería

A la muerte de Juan ‘el Vasco’, el mendigo de los niños y los perros

Juan, que pedía frente a un supermercado del Paseo de Almería ha fallecido hace unos días y los vecinos le recuerdan

Vecinos de la zona recuerdan a Juan el Vasco con dibujos y flores en el lugar donde solía ponerse en el Paseo de Almería.

Vecinos de la zona recuerdan a Juan el Vasco con dibujos y flores en el lugar donde solía ponerse en el Paseo de Almería.

Juan Antonio Cortés
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“Desde los trece años me quedé sin padre y sin madre y después murieron mis tres hermanos, por lo que no tuve otra salida que echarme a la calle con la mochila a cuestas después de escaparme del reformatorio”. Han sido, quizás, las únicas palabras públicas de un hombre más conocido en el Paseo que no pocos personajes de traje que desfilan por él. Valga el esbozo periodístico de Eduardo D. Vicente aquí en LA VOZ (18 de diciembre de 2023) para iniciar el perfil de una despedida. Juan el vasco, el vagabundo que pedía a las puertas del Carrefour, ha muerto.

Maduro, socarrón, empático, errante, meditabundo, perspicaz y colega de medio barrio, Juan ha dejado una indeleble huella en su entorno vital. Hubiera querido otra vida, pero de la que un día tuvo solo le quedaba la memoria de unos padres y unos hermanos que se fueron antes de lo imaginado. En su macuto coleccionaba ausencias. Solo ausencias. Pero no olvidos.

Almería era su destierro, el lugar de una huida, el plan redentor de una deserción sin vuelta atrás. Era el horizonte anhelado de un espíritu rendido a la evidencia de la cruz que buscó una deportación a la ciudad del sol. Era la antítesis de su desierto existencial. Liberación, salvación, excarcelación. Almería era eso: una noche de eterno verano sin cristales mojados. Fogonazos de luz de un sur vívido, habitado de bullicio, entre señoras mayores con perrita y cajeras amigas con las que la sola mirada era, de cierto, pura confidencia.

Juan el Vasco frente a la puerta del Carrefour del Paseo de Almería

Juan el Vasco frente a la puerta del Carrefour del Paseo de Almería

Ha muerto Juan y sus gafas de rockero interesante y sus camisetas negras o coloridas o tuneadas de viejo guitarrista también se han ido. Se han marchado con él su abeja maya y esa colección de peluches y mascotas que desfilaron por allí en una revelación contracultural de su alma de niño vivaracho. Juan no dejaba de ser un crío ataviado de durezas.

Un rosario de palabras serpentean ahora por los arrabales del casco histórico. En la valla de las obras del Paseo hay una foto de Juan. Y una carta. Carta al cielo de los trashumantes. Es una correspondencia de amor en su sentido más radical. Puro amor anónimo. Nada se sabe de los no firmantes.

Una persona especial

“Nos despedimos de una persona muy especial que, con su vida, nos enseñó lo que es la fuerza, la bondad y la amistad”. (...) Su espíritu vive aquí, en el Paseo de Almería” (...). Cada sonrisa que compartimos, cada consejo que nos diste, cada perro que acariciaste y cada momento que vivimos juntos perdurará en nuestras memorias y en nuestra alma”. (...) Tu amor y tu sabiduría no se perderán nunca. Estarás en nuestros pensamientos y nuestras oraciones porque eres muy querido”.

Junto a la carta de los remitentes secretos, unos dibujos. Una danza de imaginación y creatividad. Son papeles que han llenado de color el blanco yermo. Que bosquejan un cielo aturquesado. En uno hay un dibujo de Juan con sus anteojos y sus perros y sus flores de abril. Hay al lado una rosa roja casi mustia. Languidece. Pero las otras no. Las otras son flores teñidas de hazañas que espolvorean vida para subrayar que allí hay mucho más que una simple biografía de supervivencia. En otro dibujo hay dos niños pintarrajeados y, en medio, hay un gigante con las alas desplegadas. Juan es el gigante, manos en cruz.

Es la crónica de un disgusto y, siendo eso verdad, es también la historia de una esperanza. Se ha ido Juan y Juan sí tiene quien le escriba. Lo han hecho los niños sin nombre, las mujeres sin nombre, los perros sin nombre. La Almería sin nombre que no alardea de nada pero que jamás abdica de su búsqueda de la verdad y la belleza. Gentes que comparten gemidos y vítores y no miran el color de las uñas al interlocutor que pide consuelo en la acera, sea borracho, drogadicto, separado, refugiado o inmigrante.

Juan pobló su desierto con la luna de Almería y, aunque vivió poco, vivió. Al raso, solo o acompañado, confió en la providencia y en la Almería que huye del elitismo. Detrás del aire burgués de ciertos vecinos había, sin embargo, una patria de lealtad hacia Juan. Una mirada de admiración. No era la mirada de todos, pero a Juan le bastaba la de los suyos.

Mario, gerente de Carrefour Market del Paseo, nos ha contado a LA VOZ que Juan era muy conocido y tenía una muy buena relación con sus trabajadores.

-¿Cómo era el vasco?

-Muy buena gente. Yo le invitaba a que dejara sus cosas en el supermercado y, cuando terminaba la mañana, las recogía. Se ponía al lado de la farola. Todas las clientas lo conocían.

-Y ayudaba.

-Sí. Él ayudaba a mucha gente mayor llevándoles las bolsas a su destino. O les cuidaba el perrito mientras hacían la compra.

-No pocas clientas le han echado una mano.

-Unas le compraban zapatillas o comida, otros le alquilaban una pensión durante dos o tres días de vez en cuando para que no durmiera en la calle y se aseara.

-Porque él dormía, como todos, al raso.

-Dormía en el cajero del BBVA del Paseo de Almería. Con él pernoctaba otro indigente, que ahora se ha quedado solo.

Iglesia de San Juan Evangelista. Es sábado, 5 de abril. Nuevos hermanos de la Hermandad de las Angustias juran en un templo abarrotado de gente. Ramón Carlos Rodríguez, rector del Seminario y párroco en el casco viejo, dedica los últimos minutos de la misa a Juan. Juan era Jon y le acompañaba cada tarde a las puertas de la iglesia, otrora catedral, sinagoga y mezquita. De sus palabras, estos recuerdos:

-Quiero recordar hoy a Jon. Lo hemos enterrado con la ayuda de muchos vecinos y del propio Ayuntamiento de Almería y han sido momentos muy emotivos. Han venido muchos amigos. Una indigente, al verlo dentro de la tumba, le ha dicho que, por fin, tenía una casa donde descansar. Y yo le he contestado que la casa donde Jon habita no tiene tiempo ni espacio y está preparada para gente como él.

Ramón Carlos apostillaba con su tono grave: “A veces se le veía ahí, arrodillado ante el Cristo de la Buena Muerte. Y le decía: ¿De verdad me has perdonado, Señor?”. En esas, el cura preguntó a la parroquia en voz alta: “¿Qué creéis vosotros?”. Se oyó un sí unánime aquella tarde de sábado. El Cristo de la Buena Muerte era, ya, el amigo inseparable de Juan (Jon) el vasco, el del Carrefour, el de San Juan Evangelista.

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