40 años ya de las primeras municipales
En la primavera de 1979 la ciudad se cubrió de carteles para elegir al primer alcalde electo

El puente que unía Obispo Orberá con la calle Doctor Gregorio Marañón en 1979 con las fachadas llenas de carteles.
Han pasado cuarenta años, media vida, desde que fuimos por primera vez a votar a un alcalde. Aquellas elecciones llegaron por primavera y nos dejaron un escenario de paredes manchadas y carteles arrancados. El día después de la cita con las urnas, Almería parecía la ciudad más sucia del mundo, con las fachadas del centro corrompidas por tanto mensaje, por tanta promesa.
La Almería de aquel tiempo era una ciudad que había digerido mal el progreso y seguía perdiendo sus señas de identidad urbanísticas. La consigna fue crecer al precio que fuera y en ese trayecto nos dejamos atrás gran parte de la esencia de aquella ciudad pequeña, amable y mediterránea que habíamos ido heredando de los mayores. Asumíamos con resignación que vivíamos en el culo del mundo y que nadie se acordaba nunca de nosotros salvo cuando ocurría un suceso importante o cuando el fútbol nos daba un alegrón. Seguíamos siendo tan provincianos como siempre, con nuestros trenes que llegaban con retraso, con nuestras carreteras llenas de curvas, con nuestros estudiantes que se tenían que ir fuera, con nuestras calles desgastadas y mal iluminadas, con nuestro miedo innato a que cayera una tormenta y saliera la Rambla.
Aquel invierno de 1979 empezaron a quitar de las fachadas los hierros oxidados que durante décadas soportaron las viejas bombillas que nos daban una luz amarillenta de película de suspense. Una mañana aparecieron los trabajadores de Sevillana con las nuevas farolas y nos trajeron una luz blanca de ciudad moderna, como un anticipo de los nuevos tiempos.
Empezamos la Transición mal iluminados y la penumbra fue cómplice de tironeros y bandoleros de callejón que llenaron las esquinas de miedo y olor a droga. Nunca se robaron tantos relojes ni tantos bolsos como en aquellos años de libertad desbocada.
La policía patrullaba las calles en unos coches blancos que coloquialmente llamábamos ‘lecheras’ y el último sereno que quedaba en activo, Juan Rafael Ramos Fernández, cogía el camino de la jubilación al perder autoridad y quedarse aislado en medio de tanto cafre.
En la radio sonaba ‘Gloria’, de Umberto Tozzi y en las verbenas los grupos triunfaban con ‘Ponte la Peluca’ de la Orquesta Mondragón. Aquel invierno, las fiestas se llenaron de chaquetas y pantalones de cuero negro, la moda que unos meses antes nos había dejado la película Grease. Íbamos a bailar a los institutos, donde se organizaban guateques para recaudar dinero para el viaje de estudios, y a las discotecas, aunque ya empezaban a perder fuerza por la moda de los pubes, que brotaban como la hierba por las principales aceras de la ciudad. Pero la gran revolución del 79 la protagonizaron las salas de cine con las películas clasificadas ‘S’. Eran como el segundo paso después de las películas de destape, la estación previa a la pornografía total que no llegaría hasta diez años más tarde. Ir a ver una de aquellas sesiones era un acontecimiento. Había que esperar el momento oportuno para acercarse a la taquilla en ese instante en que no pasara mucha gente por la calle para que nadie nos viera entrando en uno de aquellos antros de pecado.
La Almería del 79 seguía perfumada por los olores putrefactos que venían de Costacabana cuando soplaba el viento de levante. Aquel verano empezaron a venderse las primeras parcelas urbanizadas en Retamar y el Ayuntamiento volvió a poner el cartel de prohibido bañarse en la playa de las Almadrabillas, la más pequeña, la que estaba bajo los hierros del Cable Inglés, que siempre estuvo contaminada aunque la gente se siguió bañando desautorizando la advertencia.
La juventud de entonces se dividía en estudiantes y en parados. Los que estudiaban, cuando terminaban el curso, solían buscarse un trabajo temporal para ahorrar unos duros. Lo más seguro era echar horas en un bar o limpiar invernaderos, que ya empezaban a ser el principal impulso de nuestra economía. Los parados eran mucho de barra de bar, de tranco de futbolines y de reuniones en las plazas. En una de aquellos congresos de desocupados escuché por primera vez el disco ‘Hijos del Agobio’ de Triana y descubrí el olor subversivo del hachís.