Una serie mítica de tu infancia tiene un capítulo dedicado a Almería y no lo sabías
En el capítulo 41 Bandolero cruza el duro desierto para llegar a Bentarique

Serie Bandolero, de los Estudios Neptuno Films. Capítulo 41 'Bentarique'.
Hay series que se nos quedaron pegadas como la Nocilla de la merienda, y Bandolero es una de ellas. Esta joya animada andaluza, creada por Josep Viciana, coló en nuestra infancia épica decimonónica con acento del sur y lecciones de justicia social en horario infantil. Lo que quizá no sabías es que en su capítulo 41, titulado 'Bentarique', la serie se adentra en el corazón del medio Andarax almeriense, entre el polvo, el sol rudo y la leyenda rural.
En esta aventura, la serie cambia de escenario y se adentra por primera vez en los paisajes secos y fieros de la Almería rural, concretamente al valle del Andarax. Pero no lo hace desde la postal, sino desde el relato. Y todo comienza con una parra. Sí, una simple parra enroscada a un pedrusco solitario que Bandolero guarda con celo.
El capítulo arranca con Tragabuche, el forzudo noble de alma de la banda, dispuesto a desayunar un cordero entero —porque si no, no es persona—, cuando Bandolero le ofrece de postre unas uvas que brillan como joyas recién regadas. El origen de esa fruta le intriga tanto como su dulzor: “¿De dónde las has sacado?”, pregunta. “Las planté yo mismo”, responde el héroe, y en ese instante se abre la puerta a una historia enterrada, una que nunca había compartido con sus compañeros y que nos lleva directos a Bentarique, tierra de sus tíos.

Bandolero desfallece al atravesar el desierto almeriense.
La narración nos traslada al tiempo en que Bandolero empezaba a ser leyenda en los montes, espina en el costado del gobernador Campomayor y su fiel sabueso, el Capitán Rodrigo. A falta de soluciones, deciden traer refuerzos de Madrid —Fasto y Nefasto, nombres que ya dicen todo— y presionar por donde más duele: la familia. Porque resulta que Bandolero tiene dos tíos en el pueblo de Bentarique, y los villanos planean atraparlo utilizando ese lazo familiar como trampa.
Alertado por don Cándido, su mentor, Bandolero galopa sin descanso hacia Almería para proteger a los suyos. Y es aquí donde el guion da un giro hermoso y cruel: en el camino, es envenenado por un ventero traidor que pretende robarle con ayuda de sus secuaces y acaba perdido en el desierto entre serpientes y escorpiones.
Bandolero no solo cruzó montes… también el desierto para llegar al corazón del Andarax
De pronto, los olivares y campiñas del sur dejan paso a un ecosistema duro, vertical y luminoso: es Almería la que irrumpe en la pantalla, y lo hace con toda su geografía extrema. Y a lo lejos, entre el polvo y la piedra, Bentarique. Y ahí, justo cuando el veneno le ganaba la batalla al héroe, es donde entra en escena la figura más luminosa del capítulo: 'Paco el de Bentarique'.
Bandolero, desmayado y febril, despierta en una casa a las afueras del pueblo, cuidado por un lugareño que no necesita más nombre que el que le da el pueblo. Paco es agricultor, vive solo, y tiene un vergel que parece milagroso en mitad del paisaje seco que lo rodea. Pero entre todos los frutos que cuida con mimo, hay uno que deslumbra a nuestro protagonista: unas parras majestuosas, cargada de uvas como joyas moradas, que crecerá en la memoria del capítulo como símbolo de la conexión con la tierra.

Bandolero conoce las parras del huerto de Paco el de Bentarique.
La escena tiene algo de reverencia. Hay memoria agrícola. Hay identidad almeriense. Parece que quien escribió ese guion sabía perfectamente de qué hablaba. Las uvas de mesa cultivadas con sudor y sabiduría en pueblos del Andarax, son parte de la historia viva de la economía y el ‘modus viviendi’ de la provincia.
Y Paco, con su voz sabia —que si el oído no engaña, es la del inmortal Mariano Peña, sí, Mauricio Colmenero, sí, el maestro Muten Roshi de Dragon Ball— y su deje al hablar diferente al de Bandolero, pone el acento también en otra cosa: en la diversidad de Andalucía, esa que pocas veces se retrata en la ficción, donde un almeriense no habla igual que un cordobés, ni un granadino como un sevillano. Y en Bandolero, eso se nota.
Donde antes crecían parras, ahora hay tomates: Almería cambió, y esta serie lo contó sin que lo notáramos
Mientras los soldados de Campomayor y los bandidos atraviesan sufren atravesando el desierto a la caza de Bandolero, Paco cultiva en silencio, sin quejarse. “Es duro, pero muy bonito. Yo cuido mis plantas y ellas me lo agradecen creciendo sanas y fuertes”, le dice a Bandolero. El mensaje es claro: hay una ética rural, casi espiritual, en la relación entre el campesino y su tierra.
Bandolero, que siempre anda escapando del poder y luchando por la justicia, encuentra aquí otro tipo de sabiduría, menos épica, pero igual de profunda: la del campo y la ecología. “Escuchar a Paco era aprender cada día algo nuevo”, le cuenta luego a Tragabuche, como quien ha descubierto un tipo de héroe distinto.

El personaje de Paco el de Bentarique cuidando sus parras.
Pero como en toda buena leyenda, cuando el héroe se marcha, algo cambia. O desaparece. Y en Bentarique, el capítulo da un giro inesperado, casi místico, que deja al espectador con ese pellizco que sólo te da una historia bien contada.
Paco, el campesino, engaña con astucia a los soldados, convenciéndolos de que los bandidos que atacaron su finca eran en realidad Bandolero y su banda. Mientras se llevan presos a los maleantes, Bandolero permanece oculto en la casa, a salvo gracias al plan de su anfitrión. Minutos antes, los asaltantes —cómplices del ventero que envenenó al protagonista— habían incendiado el terreno, pero la naturaleza se volvió contra ellos, haciendo que las llamas los devoraran, como si protegiera a Paco y su vergel.
¿Era Paco un hombre o la memoria de una agricultura que se fue?
El de Bentarique le entrega entonces un regalo: un esqueje de su parra, esa que ha resistido el sol, el veneno y las llamas. Pero cuando el protagonista se marcha de regreso, vuelve sobre sus pasos para dar las gracias, pero ya no queda ni Paco, ni parra alguna. La casa sigue en pie, sí, pero ahora hay tomateras, y un joven campesino que las cuida con esmero. Bandolero pregunta por Paco, incrédulo, y el nuevo agricultor le responde con una media sonrisa: “Paco murió hace muchos años ya. No ha vuelto a haber otro Paco en Bentarique”.
El diálogo, cargado de ternura y misterio, abre la puerta a la leyenda. El joven le cuenta que algunos vecinos dicen haber visto a Paco todavía, cuidando el huerto, como si el alma del mejor agricultor de la comarca no pudiera separarse de su tierra. “Es sólo una bonita leyenda… pero aquí es donde crecen los frutos más hermosos”.

Las tomateras predominan en la fica.
Este cierre del capítulo deja un regusto nostálgico que va más allá del relato. El relevo de Paco, agricultor de parras, por un joven que cultiva tomates puede leerse como una metáfora del viraje agrícola que ha vivido Almería: del esplendor de las parras al dominio actual del cultivo bajo plástico.
La muerte de Paco, recordado con cariño pero ya convertido en leyenda, parece señalar también el ocaso de aquella industria parralera del Andarax que llevó su nombre por medio mundo con la célebre “uva de barco”.
Y ese esqueje que Paco entrega a Bandolero antes de desvanecerse, más que un recurso narrativo, parece un guiño a las raíces que aún resisten: como esas parras históricas que, a día de hoy se reparten cada año año en Santa Fe de Mondújar para preservar su especie. Curiosamente, un pueblo situado apenas a 13 kilómetros de Bentarique, quizá en los mismos terrenos donde Paco tuvo, alguna vez, su vergel.