La Voz de Almeria

Carboneras

La aventura misionera de un sacerdote almeriense, desde Carboneras hasta Perú

Antonio Manuel Hernández, con 24 años de sacerdocio, desarrolla su labor en la parroquia de San Pedro el Pescador, en la ciudad peruana de Paita

Antonio Manuel Hernández en una de sus actividades en Perú

Antonio Manuel Hernández en una de sus actividades en PerúFotografía cedida a LA VOZ

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A veces la vocación no entiende de mapas. Nace en una esquina del Mediterráneo, crece entre fiestas de barrio y el calor de una parroquia, y termina floreciendo bajo el sol de otro continente. Así, la historia de un hombre de Carboneras se cruza hoy con la de miles de peruanos en una misión que suena tanto a fe como a humanidad. Porque hay quienes se marchan lejos de casa, pero sin dejar de pertenecer al lugar del que vienen.

Hijo de Piedad y de Antonio, carbonero “de pura cepa” —como él mismo se define en una conversación con LA VOZ—, Antonio Manuel Hernández Belmonte tiene 48 años y lleva casi un cuarto de siglo entregado al sacerdocio. Ordenado en 2001, su vida pastoral ha pasado por Albox, El Ejido, Campohermoso, Puebla de Vícar o Purchena, siempre con ese sello cercano, alegre y trabajador de quien entiende la fe como servicio.

Hoy su camino lo ha llevado hasta Perú, donde fue enviado hace apenas ocho meses como misionero ‘ad gentes’ —un religioso, sacerdote o laico enviado por la Iglesia para llevar el Evangelio a pueblos y grupos— a la parroquia de San Pedro el Pescador, en Paita: una ciudad costera del norte del país, de unos 150.000 habitantes. Allí, entre calles polvorientas, jóvenes inquietos y un mar distinto al de su infancia, este almeriense sigue construyendo comunidad, ahora a más de nueve mil kilómetros de casa.

Distancia entre Perú y Almería

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Las raíces de una vocación 

Su vocación, como él mismo dice, “no nació en un convento ni en un retiro, sino en el día a día del pueblo”. Nació entre los olores del puerto, el sonido de las campanas de San Antonio de Padua y las conversaciones que se alargaban a la sombra de una puerta. Creció viendo cómo la fe se vivía sin solemnidades, con naturalidad, entre vecinos que se conocían de toda la vida y se ayudaban sin preguntar. “Mi vocación nace viendo la fe de los mayores, de mi familia, mis padres y hermanos y de tantos vecinos que ya no están, con los que compartí catequesis y la construcción de la parroquia”, recuerda con nostalgia.

De aquellos tiempos le quedan imágenes que siguen intactas: las novenas a San Antonio, las subidas a la cruz, las procesiones bajo el sol de junio y esa mezcla de olor a incienso y mar. Pero, sobre todo, le queda el ejemplo de sus padres. “Mi madre era una mujer de caridad, siempre pendiente de quien sufría; mi padre, igual. Yo he visto la fe vivida, no una fe ñoña ni encerrada, sino encarnada en la vida del pueblo”.

Esa fe sencilla, aprendida entre las calles de Carboneras, fue la que poco a poco marcó su camino, casi sin que él se diera cuenta. Entre misas, catequesis y conversaciones junto a la iglesia, descubriendo que servir a los demás también era una vocación. “Bajo la mirada de San Antonio, con el mar de fondo y la certeza de que Dios también camina por las calles del pueblo”, afirma con certeza.

Antonio Manuel en algunas de sus actividades en Perú

Antonio Manuel en algunas de sus actividades en PerúFotografía cedida a LA VOZ

De Almería al mundo

Antes de aterrizar en Perú, Antonio Manuel ya conocía de cerca lo que significa la misión. Durante varios años trabajó en Nicaragua, acompañando proyectos sociales y parroquiales de Inmaculada Niña. Aquel país, cuenta, le dejó una huella profunda. “Aquella tierra y aquella gente me enamoraron, pero la situación política se volvió insostenible. La Iglesia fue perseguida y me dolió dejarlo, pero entendí que Dios me estaba moviendo hacia otro sitio”, recuerda con serenidad.

Así, prometió a sus padres no volver a irse mientras que ellos vivieran: “Cuando ellos faltaron, sentí que era el momento de cumplir lo que siempre había llevado dentro: salir de nuevo, servir más allá de mis fronteras”. Habló con el obispo de Almería, Antonio Gómez Cantero, y de aquella conversación, casi casual, surgió el nombre de Perú. “Fue inesperado, pero enseguida sentí que ahí estaba la mano de Dios”.

En septiembre de 2024 viajó por primera vez a Paita, una ciudad costera del norte peruano. Bastaron unos días para que el lugar lo atrapara: el calor intenso, el desierto y, sobre todo, la mirada agradecida de la gente. Pocos meses después, con una mochila llena de recuerdos almerienses y una fe abierta al mundo, emprendió su nueva etapa en la parroquia de San Pedro el Pescador.

Paita a través de Google Maps

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Una parroquia joven en medio del desierto

San Pedro el Pescador no es una parroquia cualquiera. Abarca catorce capillas y reúne a más de 80.000 feligreses en una ciudad desértica y calurosa que se abre al Pacífico. El sol cae a plomo sobre las calles de arena, pero el corazón de la gente late con una energía contagiosa. “Aquí no me enamoré del paisaje, sino de la gente. Es una comunidad muy joven, y hay un hambre enorme de Dios, de sentido, de futuro”, confiesa.

Los días se convierten en una auténtica maratón de vida. Desde la primera misa, a las siete de la mañana, hasta bien entrada la tarde, las celebraciones se suceden una tras otra. “Son días intensos, pero no los vivo como cansancio, sino como plenitud. Aquí el tiempo tiene otra dimensión: la gente te espera, te acoge, te abre su casa con cariño”, cuenta con emoción. Apenas lleva unos meses en Paita, pero ya se siente parte del lugar. “Este pueblo es joven, alegre, con muchas heridas y muchas ganas. Todo está por hacer, y eso lo hace apasionante”, resume con una sonrisa que suena más a gratitud que a agotamiento.

Retos y aprendizajes

La vida en Paita le ha enseñado que la misión no es solo hablar, sino escuchar. “Aquí he descubierto una sociedad muy herida. Muchos jóvenes viven marcados por la soledad, por familias rotas o por la ausencia de figuras paternas. También hay mucho machismo, violencia, pobreza… pero, al mismo tiempo, una fe inmensa y una alegría que desarma”, explica con seguridad.

Cada día, junto al padre Domingo García —su compañero de misión—, recorre barrios, colegios y capillas donde la esperanza se abre paso entre la dureza. Dedican gran parte de su tiempo a acompañar grupos juveniles y a ofrecer apoyo psicológico y espiritual. “Trabajamos con una psicóloga en los colegios, escuchando a los chicos, dándoles espacio. Aquí las heridas del alma son profundas, pero también lo es la esperanza. Se trata de sanar desde dentro, de ayudar a las personas a levantarse”, cuenta para LA VOZ.

Esa experiencia, reconoce, le ha cambiado la mirada. “Los europeos a veces llegamos creyendo que nuestra forma de vivir es la única, y aquí te das cuenta de que no. Hay muchas formas de ser, de creer, de amar, y todas te enriquecen. Es una lección de humildad enorme”. En cada encuentro, en cada historia que escucha, Antonio Manuel redescubre lo esencial: la capacidad de la gente para rehacerse, incluso cuando parece no quedar nada. Todo le enseña a valorar lo pequeño, a mirar sin juzgar y agradecer lo que uno tiene.

Antonio Manuel con niños de la parroquia

Antonio Manuel con niños de la parroquiaFotografía cedida a LA VOZ

La fe como verbo

Lejos de los templos de piedra y de las rutinas del Mediterráneo, Antonio Manuel conserva una convicción firme: la fe no se demuestra con palabras, sino con gestos. “Anunciar a Cristo no es hablar, es actuar. Dios es verbo, es acción. Por eso la Iglesia aquí tiene que trabajar por la dignidad de la persona, por su crecimiento integral, no solo por dar limosna. Hay que promover, impulsar, levantar”, dice con naturalidad.

Desde la parroquia de San Pedro el Pescador colaboran con Misión Regional Castilla, una institución que acompaña a mujeres vulnerables, a la infancia desprotegida y a personas con discapacidad. Los proyectos son tan diversos como las necesidades: desde talleres de alfabetización hasta espacios de apoyo psicológico o atención médica a domicilio. “Cada carencia se convierte en un reto, en una oportunidad. No podemos mirar lo que falta, sino lo que podemos construir juntos”, añade. Para él, esa es la verdadera forma de evangelizar: transformar lo cotidiano, sembrar esperanza en lo pequeño. “Aquí la fe se vive con las manos”. Para él, el sentido está en cada visita, en cada abrazo, en cada historia compartida.

Siempre Almería 

Carboneras, dice, sigue siendo su brújula. “De allí soy y allí vuelvo siempre que puedo”, afirma con orgullo. Cada vez que puede aprovecha su descanso para reencontrarse con su familia, sus amigos y su gente. “No dejamos de ser curas de Almería en misiones. Volver nos da fuerza, nos recarga y nos recuerda de dónde venimos. La tierra tira mucho”.

Recuerda con cariño los años de servicio en El Ejido, Campohermoso, Puebla de Vícar o Purchena, donde —como él mismo dice— aprendió que “la fe se hace de puertas abiertas y manos ocupadas”. De su pueblo se lleva la sencillez, el humor, la cercanía y esa mezcla de sal y desierto que define a los almerienses. “Nuestra tierra tiene algo único: la capacidad de acoger, de levantarse, de luchar sin perder la alegría. Y eso también lo enseño aquí”.

Vista de Carboneras

Vista de CarbonerasLA VOZ

Un mensaje de esperanza

Antes de despedirse, lanza una invitación sencilla y directa: abrir el corazón. “A los almerienses les diría que no tengan miedo a mirar más allá, a implicarse, a viajar, a conocer otras realidades. Hay muchas formas de ayudar: con la oración, con un gesto solidario o incluso viniendo como voluntarios. No se trata de hacer mucho, sino de estar, de compartir”.

Lo dice con la serenidad de quien ha aprendido que el hogar no siempre tiene una sola coordenada. En Paita, a más de nueve mil kilómetros de Carboneras, Antonio Manuel sigue siendo el mismo: el muchacho que creció junto a la iglesia de San Antonio, el sacerdote que hizo de su vocación una forma de amar al mundo. “Dios me ha llevado lejos, pero no me ha quitado lo que soy. Al final, uno pertenece a donde ama, y yo sigo amando mi Almería tanto como este pedazo de Perú que ahora también es mi casa”, reconoce.

Y así, entre el mar de su infancia y el océano que ahora lo rodea, este cura almeriense sigue tendiendo puentes de fe y humanidad. Porque hay quienes se van lejos, sí, pero sin dejar de llevar su tierra a cuestas.

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