Los almerienses del último día
Quedaron atrás los años triunfales con brillantina, la Venta Eritaña y la sesión doble del Hesperia

Un almeriense leyendo la prensa hace 50 años con la noticia de la muerte de Franco.
Almería iba por un lado y Franco y el franquismo por otro; ya no eran los 40, ni los 50, ni siquiera los 60. Eran los 70: la crisis del petróleo, la vuelta de los emigrantes, los primeros invernaderos. Atrás quedaron Prietas las filas, el ardor guerrero, los sabañones por el frío, el Hotel Simón y el purísima y oro de Manolete; atrás quedaron los estraperlistas de la calle Juan Lirola, el gasógeno y las academias de corte y confección. Ahora, cuando a Franco lo estaba matando una flebitis, los pantalones eran de campana y al Nodo le salió el color. “Dicen que ya no se levanta de la cama”, exclamaban en la puerta de Simago los almerienses de los últimos días. ‘Caudillo y desarmado’: la historia también tuvo su fin para quien dictó a sus anchas durante 40 inviernos.
Almería, aquel otoño del 75, olía a algas y a cambio. Era noviembre y el Invicto agonizaba en La Paz -la que él decía que trajo- pero en el sur de Almería se sentía como un temblor bajo la piel. No todo ocurrió de golpe: hubo una tensa vigilia hasta que los niños vimos colgar en las escuelas aquel ‘Ultimo mensaje de Franco’, que sonaba a testamento. “Españoles, al llegar la hora de rendir cuentas ante el altísimo y ante su inapelable juicio…” pero España, Almería no estaba ya para esos trotes. Los almerienses, acostumbrados a esperar -en eso no hemos cambiado en 50 años- miraban los titulares con una mezcla de cansancio y esperanza cautelosa. La gente se miraba y se adivinaban los pensamientos. En el Café Español o en el Colón, entre cafés recién molidos y vasos de anís, las conversaciones bajaban de tono al mencionar al Generalísimo. Las radios chisporroteaban noticias contradictorias: recaídas, operaciones, empeoramientos. Los viejos con los brazos sobre el mármol frío de la barra del Montañés negaban con la cabeza; los jóvenes se miraban sintiendo que algo podría abrirse como una puerta recién forzada. En el Paseo o en El Parque el aire traía un presagio: la certeza de que una época pesada como un mediodía de agosto, empezaba por fin a desmoronarse. Y el 20 de noviembre que fue jueves expiró el hombre como un pajarillo, él, que había firmado tanta sentencia de muerte, al contrario que aquel alhameño que no quiso firmar ni una.
En La Almedina, las mujeres seguían colgando la ropa blanca en las azoteas de Celia Viñas, pero sus conversaciones se llenaban de nombres nuevos: democracia, reforma, futuro. Palabras que sonaban como promesas y como riesgos. Mientras Franco agonizaba, los almerienses seguían mirando al mar, como si en las olas pudiera leerse lo que vendría después, lo que ha venido después; después de haber dejado atrás los años triunfales con brillantina, la Venta Eritaña y la sesión doble en el Hesperia.