El galerista comercial
El galerista comercial
L lamar “comercial” a un vendedor de arte parecerá a muchos una obviedad, y aunque el fin último de éste será siempre el negocio, no todos ellos son iguales. Hay una pequeña minoría de galeristas que trabajan, al principio, por explicar y consolidar socialmente los valores artísticos, estéticos y culturales de los artistas y sus obras a los que representan, y que después han de vender. Saben que la creación es un complejo mundo donde ha de argumentarse –sin excluir los mecanismos de la provocación- la supuesta valía desde presupuestos intelectuales, científicos o filosóficos, y mucho más en el ámbito del arte contemporáneo. Estos galeristas suelen tener una visión y preparación propias; cuando menos conocen la historia del arte y están posicionados en el escenario de lo moderno. Se rodean de profesionales cualificados del ramo de los historiadores y conservadores de museos, los críticos y la prensa especializada. Invierten en marketing cultural y potencian relaciones con el poder político de turno que, en último término, tiene la potestad para decidir en el seno de las instituciones culturales. Trabajan igualmente las cotizaciones de sus artistas en las subastas, que han de marcar siempre una línea ascendente, con el fin de ofrecer en la galería unos precios de mercado más o menos “universales”. Esta selecta minoría de marchantes, conocidos con el apelativo “de marca”, lideran la escena del arte contemporáneo y los artistas a los que representan son los elegidos del momento, quienes copan las salas de los museos más prestigiosos y protagonizan los grandes eventos y exposiciones más mediáticas.
El resto –la inmensa mayoría- pueden ser calificados de “comerciales”. El galerista comercial es un vendedor de arte como podría serlo de cualquier otra cosa. Para él, la obra es el género que trabaja; será buena sólo si se vende. Todo galerista comercial, puesto en faena, aspiraría a tener cientos de unidades de la pieza que más fácilmente y más cara vendió. Y en esta dinámica, espera del creador que sea un esclavo a su servicio, que se emplee exclusivamente en clonar, una y otra vez, el mismo cuadro o la misma escultura. Se entiende así la alarmante proliferación de obras seriadas –como práctica en aumento- dentro del arte contemporáneo.
El galerista comercial se permite el lujo de exigirle a “su” artista cómo ha de parir las obras, el tema y su enfoque, qué han de llevar o no, la estética que deben ofrecer e, incluso, donde tiene que vivir y trabajar, como tiene que ser su estudio, con quien ha de relacionarse y que viajes realizar. Yo pediría a estos fenicios que cogieran los pinceles, se pintaran ellos sus puñeteros cuadros y no jodieran más a los artistas de verdad.