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Opinión

¿Por qué sabemos si alguien habla mal o bien? (y IV)

¿Por qué sabemos si alguien habla mal o bien? (y IV)

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“Dar en la vena” es un dicho popular con el que se indica que alguien ha encontrado el medio que le permite conseguir su deseo. El término vena no procede del órgano humano, sino de otra acepción del vocablo: “conducto natural de agua subterránea”. La frase, por tanto, como asegura Iribarren, tiene su origen en el descubrimiento de una vena de agua. Hemos hablado en artículos anteriores del principio de corrección, claridad y adecuación. Nos queda para este artículo el cuarto, el de eficacia, cuyo buen uso viene a ser algo como “Dar en la vena” y conseguir nuestro objetivo, que no es otro que saber trasmitir a nuestros interlocutores aquello que ‘realmente’ queremos decir.


Todos sabemos que cuando hablamos ‘negociamos’, es decir, intentamos conseguir algo: convencer a nuestro vecino para que no grite tanto, a nuestros hijos para que lleguen más temprano a casa o a nuestros compañeros para que acepten determinada cuestión. De ahí la importancia de que nuestro mensaje se procese de manera que resulte eficaz. Solo así cumplirá su función. Curiosamente, este principio es el menos perceptible por parte de los oyentes, si bien es el que más influye en que lo dicho sea más convincente cuando lo intente ser; más irónico, cuando lo pretenda; más afectivo, cuando lo procure; más didáctico, cuando lo quiera; más persuasivo cuando lo desee; y también, más falaz cuando lo anhele o más manipulador cuando así se proponga.


Para hacer que la locución sea más eficaz, los hablantes afinaremos nuestra capacidad de expresión y  buscaremos las palabras y los mecanismos que resalten la finalidad de nuestra intención: el empleo de diminutivos, el uso de formas de cortesía, una cita oportuna, el ingenio de las comparaciones, una argumentación contundente, etc. Operaremos, a la hora de emitir nuestros mensajes, con las palabras y sus diferentes sentidos, con su orden y su posición, con su presencia o su ausencia, etc. Y habrá personas que lo sabrán hacer mejor y darán en la vena; otras que no lo conseguirán, incluso muchas, aunque posiblemente menos de las que se piensan, que ni se lo planteen.


El discurso ordinario, el de todos los días, será más eficaz si huye de la oscuridad y de la ambigüedad y es capaz de ser escueto, claro y ordenado a la hora de exponer nuestras ideas; también, si es hábil para que nuestra contribución se manifieste tan informativa como sea necesario no más y, por supuesto sea pertinente y no se ande por las ramas. Claro, si todo ello, que no es poco, va acompañado de un hálito de riqueza de estilo mediante una selección léxica adecuada, alguna comparación acertada, un argumento oportuno, determinada cita pertinente, etc. estaremos ante una manera de hablar práctica y elegante.


Obviamente, mucho más sofisticados son los mecanismos empleados en lenguajes formales como el jurídico, el publicitario, el político, etc. En todos ellos, tales procedimientos se retuercen –sin dejar de ser fácilmente inteligibles- con fines retóricos y con objeto de hacer más efectivo, llevándolo a veces a la persuasión, lo dicho. Por ejemplo, veamos el final del discurso inicial emitido por Rajoy en el último “Debate en torno el estado de la Nación” (2011):


No diré que baste con renovar el Gobierno para solucionar los problemas, no basta; tampoco diré que sea tarea fácil, no será tarea fácil; al contrario, lograr que los españoles pongan el pie en la senda de la recuperación me parece una obra titá­nica.

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