¿Por qué sabemos si alguien habla mal o bien? (III)
¿Por qué sabemos si alguien habla mal o bien? (III)
Nos hemos referido en los dos artículos anteriores a algunos usos del habla que atentan contra los principios de corrección y claridad. Pero errores y aciertos, como la rosa y la espina o la virtud y el vicio, forman parte de una misma mezcla y también de nuestra habla. Un buen uso de la gramática, un empleo rico y adecuado de nuestro léxico, una pronunciación propia de la norma culta del lugar de nacimiento, una forma correcta de unir nuestras ideas o huir de las ambigüedades serán, entre otras, cualidades para juzgar el habla no solo como correcta, sino incluso como exquisita según los principios citados de corrección y claridad. Pero junto a estos dos, hay otros dos principios del bien hablar: los de adecuación y eficacia. Comencemos por el principio de adecuación. ¿Qué se entiende por principio de adecuación?
Es algo parecido a lo que los clásicos llamaban el decoro, o sea la necesidad de adaptar el estilo de habla que empleemos en nuestra vida ordinaria –y no digamos nada en las situaciones más formales- al contexto en que tiene lugar la interlocución: espacio, campo de acción, relación con nuestro interlocutor, tema, etc.
Comentaba el catedrático granadino y académico Don Gregorio Salvador, con buen humor, un hecho que le aconteció siendo Director del Departamento de Filología Española de la Universidad Complutense de Madrid. Una alumna le dirigió una instancia siguiendo las normas tradicionales de tales documentos, y tras mucho Ilmo.Sr. y mucho expone y mucho suplica, concluía su petición de este sorprendente modo: “Muchos besos, Estrella”. El principio de adecuación saltó por los aires cuando todo parecía que iba a terminar bien. Los besos de Estrella son una muestra de inadecuación.
Una pincelada de humor, por ejemplo, en cualquier tipo de contacto verbal puede ser un acicate que haga la comunicación mucho más agradable, más viva y más amena; ahora bien, si el intento de gracejo no es adecuado en ese momento, la sintonía entre los interlocutores saltará hecha añicos. Igualmente va a ocurrir con un uso agresivo que pueda resultar insultante, hiriente, en un momento determinado o con la ruptura del orden en la relación profesor/alumno mediante interpelaciones del tipo ¿qué hay tío? ¿Ustedes imaginan, por ejemplo, un escrito para solicitar un trabajo con emoticonos o el lenguaje reducido de los mensajes? ¿Acaso conciben la utilización de un estilo recargado en una conversación ordinaria, en el ascensor, con nuestro vecino del quinto? Lo que en registros formales podría incluso pasar inadvertido –aunque nunca sea aconsejable- en el coloquio resulta tan impropio como si en él utilizáramos términos como argento, livor o adunco. Serán todos actos donde brille por su ausencia el principio de adecuación, con la consiguiente quiebra de una comunicación positiva.
Esto que decimos es tan obvio, tan natural, que tal principio de adecuación está en la mente de todos nosotros a la hora de empezar cualquier tipo de contacto. Quien prepara una breve exposición o un breve discurso de despedida lo hace sabiendo quiénes son sus interlocutores, y aplicará tal principio incluso sin haber oído nunca hablar de él; lo contrario sería un acto poco juicioso o como poner el carro delante de los bueyes. Decimos esto porque lo que puede funcionar bien en un determinado momento no tiene por qué hacerlo en otro. Una de las cosas en las que Isócrates hacía hincapié, como también Aristóteles, era en la importancia del kairós u oportunidad: un discurso ten&