¿A cuánto va el kilo de diputado?
“Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo.” Así arranca Camilo José Cela “La familia de Pascual Duarte”, considerada como una de las cien mejores novelas escritas jamás en español. Y esta misma fórmula, la de la confesión manuscrita al juez, es la que empleo hoy para confesar un delito cometido involuntariamente hace más de treinta años. Yo tampoco soy malo, pero una mañana de 1986, mientras estaba en la cafetería de la Facultad de Ciencias de la Información en Madrid, decidiendo el tema de apertura de un fanzine quincenal que escribíamos un grupo de inconscientes, noté que me tocaban por la espalda. Era uno de los dos ocupantes de la mesa situada detrás de la nuestra, que llevaban un rato manteniendo una acalorada y sorda discusión a la que no atendíamos, porque estábamos más preocupados por ver con qué disparate abríamos el siguiente número de “La Gallina Turuleta”. Creo que ya está explicado el nivel editorial del proyecto. Y el que reclamaba mi atención pedía mi mediación en su pelea. Me puso en la mano un dinamómetro (él lo llamaba “pesola”, pero yo aún tenía frescas las clases de física) y colgó de él un pegote oscuro con aspecto de plastilina manoseada. Cuando me vi con aquello en la mano y los dos enfrentados acordando finalmente el peso de aquel fragmento clandestino, comprendí que estaba siendo cómplice - involuntario, pero necesario- de una modesta operación de narcotráfico. La convivencia entre el hachís y la tortilla de patatas era sin duda una de las señas de identidad del aquel templo del periodismo en ciernes. Y si hoy les cuento esto es porque este episodio (por el que solicito la indulgencia de los magistrados) me recuerda mucho al bochornoso espectáculo de trapicheos inconfesables que está precediendo a la formación del Gobierno de Pedro Sánchez. Quizás sea tiempo ya de establecer una segunda vuelta que despeje el panorama y nos evite el infame regateo del precio final del kilogramo de diputado.