No me busquen
No me busquen
No; no me busquen. No traten de localizarme hoy en un burbujeante hidromasaje en encantadora compañía. Tampoco me hallarán bailando acarameladamente o degustando un elaborado y afrodisíaco menú o apurando un exquisito cóctel capaz de desbloquear el código de acceso a las alcobas mejor guardadas y mucho menos me encontrarán en un remoto destino turístico disfrutando de esa cosa que ahora llaman "escapada" en las agencias de viajes, como si todos fuésemos fugitivos. Del mismo modo, es absolutamente improbable que me encuentren en los diversos establecimientos (lencerías, peluquerías, pastelerías e incluso tiendas de muebles) que estos días anuncian descuentos especiales y todo tipo de ofertas, como bien sé gracias al exasperante bombardeo informativo al que nos hemos visto sometidos en prensa, radio, televisión, redes sociales y hasta en el propio teléfono. En definitiva, que no he sucumbido al tsunami comercial de San Valentín. Es más, ni tan siquiera me avengo a razonar con los defensores de tan puntual invento lo absurdo y banal de este tipo de celebraciones de escaparate y en lo ridículo de esa invasiva escenografía de angelotes arqueros y corazones rojos que nos atosiga. Simplemente me niego a considerar la cuestión entre mis ocupaciones o preocupaciones habituales. Y si escribo esto es porque mi paciencia se encuentra en ese punto nebuloso que delimita el hartazgo con la consideración sosegada del homicidio en defensa propia. Por lo tanto y por su bien, le aconsejo que no me mande más folletos, avisos o sugerencias. La única que podría considerar en estos momentos sería la de una armería.