Antonio Molina. ‘Mi planeta mental’
En 1987 José Andrés Díaz publica El Indal, un gran volumen sobre el movimiento indaliano donde incluye, además de la historia del grupo, una interesante galería de diferentes artistas, unos indalianos y otros al margen de esa estética pero todos al amparo del tótem protector. Junto a una nota biográfica y crítica aparecen reproducidas las obras de cada artista. En esa galería, una especie de canon del arte almeriense, Antonio Molina es el único seleccionado sin una imagen que muestre cómo eran sus creaciones. Y es que un cierto misterio parece acompañarlo desde siempre. Andrés Díaz decía que Molina había regresado a su tierra desde las “heladas brumas del Báltico”. Después de recorrer Europa, y mostrar su obra en París, residirá en Noruega donde desarrolla un arte “de tipo esquemático y móvil, empleando material electrónico y espejos”. A juzgar por esta escueta definición pudiera estar ya en esos años inmerso en el arte cinético.
La mirada de Molina, hombre de pequeños ojos afilados, siempre me ha recordado a la de Duchamp. Ambos tienen en común la necesidad de experimentar en mundos que nada tienen que ver con los tradicionales. Para ellos el dibujo y la pintura son formas expresivas caducas, por no decir moribundas. El artista almeriense tiene -doy fe porque he visto algunos de sus cuadros- una excelente mano para el dibujo de corte realista y figurativo, aunque piense, como Duchamp, que todo eso es una antigualla.
Molina es un personaje de verbo ágil y discurso teórico capaz de persuadir a su interlocutor de las necedades y los viejos simulacros del arte. En estos días, casi milagrosamente por lo reticente que es para mostrar sus trabajos, expone sus últimas creaciones en la sala Makiniko. La exposición, titulada Mi planeta mental, nos descubre a un artista singular en una serie de instantáneas captadas con su cámara. Una obra que recuerda las visiones caleidoscópicas, orgánicas y geológicas, casi siempre asimétricas. El color se descompone, en mil fragmentos, en imágenes que parecen surgidas de un viaje psicodélico, de mágicas apariciones o caprichosas cristalizaciones. Un mundo de formas y color que descubre mediante el juego de las lentes, como si mirara a través de un gran ojo microscópico de cristales limpios, desvelando los secretos más íntimos de la materia. En esta exposición es inútil querer discernir el origen de las imágenes, lo que de verdad importa es dejarse atrapar por las sugerencias formales y cromáticas. Las de un artista que en su experiencia creativa rechaza reproducir la realidad. Y es que lo real por evidente puede resultar tantas veces intrascendente y banal.