De Guadix a Almería

“La provincia de Almería tiene más de levantisca y de murciana que de andaluza”

Almería 1850. Grabado de Francisco Javier Parcerisa.
Almería 1850. Grabado de Francisco Javier Parcerisa.
Pedro Antonio de Alarcón
12:12 • 13 dic. 2019

Prescindiendo de otras idas y venidas (a caballo, o cuando menos en mulo) desde Granada a Guadix y desde Guadix a Granada, donde comencé la carrera de abogado, que muy luego dejé por la de teólogo, pues así juega el hombre con su suerte, o la suerte juega con los hombres, tócame hablar ahora de cómo ascendí a viajar en galera, o sea de mi primer viaje de Guadix a Almería, verificado en abril de 1854.



Érase la galera de aquéllas de alto bordo, en que los viajeros no van sentados, sino tendidos, y tendidos en verdaderos colchones; galeras enormísimas, en que caben hasta diez y ocho yacentes, sin necesidad de que nadie yazga por completo encima de otro; galeras tiradas por diez o doce mulas que no han trotado jamás ni sido esquiladas ni limpiadas; galeras, dentro de cuyas bolsas, o colgando de sus varas por la parte exterior, van cajones, baúles, arcas, cestos, catres de tijera, guitarras, sartenes, calderos, trébedes, leña para guisar, y hasta un par de cántaros de agua... algunas de estas cosas en la previsión de un atranque que impida llegar a los pueblecillos o ventas del camino y obligue a vivaquear en medio del desierto.



Porque es de advertir que el camino de Guadix a Almería no existe ni ha existido nunca más que en el nombre... Márchase la primera hora por el álveo de un río, cuando el río lleva poca agua; y, si lleva mucha, no se hace el viaje, y en paz: éntrase luego en el lecho de una rambla, si la rambla está enjuta; y, si no está enjuta, se naufraga, como pudiera naufragarse en el canal de Mozambique; pero supongamos que esté enjuta: camínase allí sobre movedizas arenas, arrastradas por frecuentes, asoladoras avenidas, dándose muchas veces el caso de que el último aluvión torrencial haya abierto profundas zanjas, o improvisado verdaderos montículos, lo cual obliga a la galera a retroceder en busca de otro derrotero; y así continúa el llamado camino, causando los correspondientes vuelcos y atascos, hasta que se llega muy cerca de Almería, donde... hace ya cosa de medio siglo que se aburren en la inacción unos comienzos de carretera.



Séame lícito detenerme aquí dos segundos para deplorar una vez más el triste destino de aquella desventurada provincia. ¡Ninguna otra hay en España, donde, a la hora presente, en el año de gracia de 1883, se desconozcan todavía, no ya los caminos de hierro, pero hasta los coches-diligencias! - Proyectos no han faltado nunca, ni faltan hoy. Carreteras principiadas hay varias. Los hijos o representantes de aquel país hacen grandes esfuerzos por remediar tal estado de cosas. Pero la situación actual es la que digo: ¡Almería está incomunicada por tierra con las adyacentes capitales de provincia y con la capital del Reino, si hemos de entender por comunicación cualquiera vía directa por donde puedan marchar carruajes acelerados! En una palabra: ¡para venir de Almería a Madrid, hay que principiar por embarcarse, el raro día que algún vapor tiene la bondad de tocar en aquel puerto, de paso para otra costa de España! - ¡Lo mismo, mismísimo, ocurriría si Almería fuese una isla como la de Alborán o como la de Cuba!



Volviendo ya al camino de Guadix a Almería, o más bien a mi viaje de 1854, diré que invertí en él cuarenta horas para andar cosa de quince leguas. - El primer día salimos de Guadix muchísimo antes de que amaneciera (¡y cuenta que a fines de Abril amanece ya bastante temprano!), y a las seis de la tarde, o sea catorce horas después, hicimos alto, al remate de unas llanuras estériles y desiertas, en el pueblo denominado Doña María, donde teníamos pensado dormir, pero donde en realidad no dormimos, por no entrar esto en los cálculos de las no sé cuántas miríadas de pulgas que habían adoptado la buena idea de establecerse en el Parador público, a fin de alimentarse con sangre de pasajero. En cambio salieron a relucir las tres guitarras que iban a bordo; y como entre la tripulación no faltaban dos o tres buenas mozas, y el ventero tenía varias hijas muy guapas, y érase una templada noche de primavera, y algunos apenas habíamos entrado en quintas, se bailó hasta cerca del amanecer, que, ya rendidos de sueño y de fatiga, nos acostamos todos los viajeros de ambos sexos, a obscuras y como Dios quiso, en la todavía desenganchada galera, la cual emprendió, al cabo de una hora, su segunda majestuosa jornada.



Más agradable aún que el anterior fue este otro día de viaje, pues los pasajeros nos tratábamos ya como hermanos, y algunos con intimidad todavía más dulce, mientras que el terreno iba quebrándose y hermoseándose progresivamente según que penetrábamos en la estrecha garganta que abre paso a la cálida y montuosa tierra de Almería. -No recuerdo en qué venta medio almorzamos, luego que hubimos descabezado el sueño, y desde entonces fueron varias las cuestas que algunos y algunas subimos a pie, mucho más de prisa que la galera, cosa que nos permitía sentarnos a esperarla en las cumbres, si no preferíamos tomar por algún atajo o trocha que nos consintiese también descender al vallejuelo próximo en menos tiempo que las ya indicadas doce mulas: es decir, que los más sueltos y fogosos hicimos andando casi toda esta segunda jornada.



En cuanto al aspecto del paisaje, dijérase que habíamos entrado en territorio africano. Pitas e higueras chumbas mostraban sus feroces pencas en los barrancos expuestos al Mediodía, y elegantes palmeras se destacaban a lo lejos sobre un claro horizonte, ¡que ya era el horizonte del mar! Los hombres que allí nos salían al encuentro usaban, en lugar de pantalón largo o de calzón corto, aquella especie de doble enagüilla de lienzo blanco que no pasa de la mitad del muslo y que lleva el nombre de zaragüelles... y con esto y con la faja encarnada y el desabotonado chaleco de vivos colores, si no parecían moros de Marruecos, parecían moros de Trípoli o de Túnez. Las venteras, en fin, y las moradoras de los pueblecillos o aduares por donde pasábamos, nos miraban con unos enormes ojos negros en que relucían todas las fiebres de los sedientos arenales, mientras que su pálida y morenísima tez y sus gallardos cuerpos, muy bajos de talle, traían a la memoria bíblicos asuntos de famosos cuadros y grabados.



Hasta para los hijos de Granada, todo aquello ofrecía novedad y hechizo; pues hay que advertir que la provincia de Almería tiene más de levantisca y de murciana que de andaluza, ora en la vestimenta, tipo y lenguaje de sus indígenas, ora en la fisonomía y productos del terreno... Yo de mí sé decir que, lo mismo en 1854 que cuando, en 1861, después de conocer algo el África, hice a caballo mi segundo viaje a Almería, sentí allí emociones más propias de Oriente que de Europa, más semíticas que jaféticas, más muslímicas que cristianas.


Llegamos a la Capital, donde mi ilusión no tuvo límites en lo relativo a estos ideales africanos que tanto imperan siempre en la fantasía de los granadinos. - Almería, con sus casas bajas y cuadradas, esto es, de un solo piso y sin tejados; con sus blanquísimas azoteas (pues allí se abusa tanto del enjalbegado de cal como en los pueblos oficialmente moros); con sus tortuosas, estrechas y entonces no empedradas calles; con sus penachos de palmeras, campeando en el aire, entre erguidas torres, sobre las quebradas líneas horizontales del apretado caserío; con su caliente atmósfera, su limpio cielo, su fúlgido mar y su radiante sol, que en aquel momento declinaba hacia el ocaso; Almería, digo, era la odalisca soñada por nosotros los poetas del otro lado de la gran Sierra; era la visión oriental que a mí me había sonreído a lo lejos, siempre que fui a conversar con lo pasado en las alcazabas y palacios moriscos de Guadix y Granada; era, en fin, un espejismo producido por la costa de enfrente, a cuyas ciudades, blancas también, y también coronadas de palmeras, fueron a morir sin poder ni ventura los expatriados descendientes de Alhamar el Magnífico, y entre ellos aquel heroico Muley Abdalá el Zagal, que llevó el título de «Rey de Almería.»


No se crea, sin embargo, que, considerada socialmente, la ciudad que describo tiene también algo de berberisca y antieuropea... Muy al contrario: es una de las poblaciones más cultas de España; lo cual proviene de que, hace mucho tiempo, se buscó la vida por mar, a falta de comunicación terrestre con el mundo civilizado, y entró en íntimas relaciones industriales y comerciales con Inglaterra, ni más ni menos que Cádiz y Málaga, a las cuales se parece muchísimo (especialmente a la última) en el orden intelectual y moral. Quiero decir con esto que las personas acomodadas de Almería viven un poco a la inglesa, piensan un poco en inglés, son tan corteses y formales como los más célebres comerciantes de la Gran Bretaña, y consideran indispensable tomar mucho té, mudarse de camisa todos los días, leerse de cabo a rabo un periódico, afeitarse, cuando menos, cada veinticuatro horas, y hablar mejor o peor la lengua de lord Byron. Combinadas estas graves formas con la viveza y gracia andaluzas (de que los hospitalarios hijos de Almería no pueden despojarse, por mucho que se afeiten y por blancos y tiesos que lleven los foques), resulta un conjunto agradabilísimo de buenos modos, ingenio, seriedad y gitanería que no inventara ni el mismo diablo... En cuanto a las hijas de la Ciudad, diré que este andalucismo britanizado no puede ser más seductor y delicioso, y que, por consecuencia de él, las almerienses (del propio modo que las malagueñas y gaditanas) son una especie de ladys agarenas, que, desde el piso alto, reinan sobre sus padres y maridos, afanados siempre en el escritorio del piso bajo...


Recuerdo que, cuando, siete años después, volví, según he dicho, a Almería, y penetré de lleno, como ya más hombre, en los mejores círculos de su sociedad, me admiré muchas veces de encontrar allí todos los encantos de los más elegantes palacios madrileños. Letras, música, política, bolsa, novedades de todo género, eran asunto familiar y constante en las tertulias de aquella ciudad semicolonial, itinerariamente divorciada del resto de la Península... Y recuerdo también haber pasado horas de amenísima conversación y sibarítico bienestar en una especie de Casino secreto, llamado el Costum (nombre inglés desfigurado, que en español significa aduana), donde sus quince o veinte socios y tal o cual afortunado forastero se reunían a fumar legítimo habano, tomar indiscutible moka, leer excelentes periódicos y revistas de todo el mundo, y dormir la siesta en mecedoras butacas... ¡Ay! ¡Más de la mitad de los que me agasajaron se han muerto! ¡Reciban mi cordial saludo los que aún existen!


En esta segunda visita a Almería observé que ya iban empedrando sus calles, y que se edificaban muchas casas de más de un piso, al uso moderno europeo, lo cual no me entusiasmó en manera alguna, pues que privaba a la ciudad de su carácter árabe... - Pero volvamos a la primera visita, a la de 1854, no sea que, por detenerme demasiado a hablar de la segunda, caiga en la tentación de referir cierto lance, que no merece pasar a la Historia, en que dos inocentes vertieron su sangre, al rayar el día, dentro de un cercado de higueras chumbas, por un quítame allá esas pajas...


Nada he dicho ni diré del efecto que en Almería me produjo la vista del mar, porque ya lo había yo contemplado en Málaga en 1853, como ya relataré dentro de poco, cuando me toque hablar de mi primer viaje en diligencia y en vapor. - Por lo que toca a monumentos artísticos almerienses, os recomiendo que, si alguna vez hay camino para ir a aquella ciudad, visitéis sus viejas murallas árabes (si ya no las han derribado todas), y que os fijéis con preferencia en las de la parte Noroeste, donde también hay restos de una Alcazaba muy notable, con hermosas cisternas, y una capilla que fue Mezquita. Tampoco dejéis de ver la Catedral, gótica de las postrimerías de este orden arquitectónico, y la cual, por fuera, más parece fortaleza o castillo que templo cristiano. Fortaleza es efectivamente, construida ex profeso por tal arte, que sirviese, como sirvió largos años, al propio tiempo que para el culto de Dios, para defenderse de los hombres; quiero decir, para rechazar a los piratas berberiscos y turcos, dueños del Mediterráneo y azote de sus costas cuando se empezó a erigir esta iglesia, lo cual fue con alguna anterioridad a la batalla de Lepanto y a la consiguiente decadencia de la piratería musulmana.


Y nada más me ocurre contar de Almería, como no sea que contiene fábricas de desplantación, de fundición, de espartos y de otras cosas; que su riqueza procede principalmente de  Sierra Almagrera, abundantísima en minas de plata, y de Sierra de Gádor, abundantísima en minas de plomo; que, extendido hoy en sus campos y en los limítrofes el cultivo de la caña dulce, la provincia fabrica y exporta ya mucho azúcar, y que, no obstante las continuas y malhadadas emigraciones a Orán (a que sólo pondrá término la construcción del proyectado ferrocarril), la capital, que hace cincuenta años se quedó reducida a 18.000 moradores, tiene hoy bastante más de 30.000, los cuales no reciben las cartas de esta villa y corte sino a las cinco fechas de haber sido echadas al correo.


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