Memorias de un joven de 100 años

Antonio Miras Belmonte está celebrando sus 100 años de vida tecleando su vieja máquina Olivetti

Antonio Miras tecleando su máquina de escribir Olivetti. Ha escrito ya 700 páginas de sus memorias y todavía va por 1970.
Antonio Miras tecleando su máquina de escribir Olivetti. Ha escrito ya 700 páginas de sus memorias y todavía va por 1970.
Eduardo de Vicente
19:53 • 05 mar. 2023

La edad de Antonio Miras no la marca su carnet de identidad, sino el manojo de ilusiones que se le van derramando por los bolsillos desde que se levanta hasta que se acuesta. Ha llegado a los 100 años con cosas que hacer, sin ponerse ningún límite: si tiene que trasnochar para terminar de ver una película, trasnocha; si tiene que comerse una tapa de caracoles picantes se la come y si tiene que rematar un capítulo del libro que está escribiendo se sienta delante de la máquina, echa la vista atrás y se pone a escribir.



Acaba de cumplir un siglo de vida y quiere dejar sus emociones plasmadas en un papel, por lo que anda inmerso en la dura tarea de escribir sus memorias a bordo de su vieja Olivetti. Tras varios años de trabajo ha completado ya setecientos folios. Dice que va por 1970, por lo que posiblemente le quedan otras setecientas páginas por completar.



Antonio ha llegado a los cien hecho un torbellino. Es un torrente de fuerza, de ilusión y de cordura. Cuando habla su voz retumba como un trueno; cuando se sienta delante de una plato de comida, siempre de cuchara, se le caen dos lágrimas de emoción y cuando ponen en la tele una del Oeste solo le falta colocarse en el pecho la estrella de Sheriff.



Vive cada día con intensidad, desde que a las ocho de la mañana pone los pies en el suelo y se mete entre pecho y espalda su taza de leche con Cola Cao llena de sopas de pan. Se afeita, se pone curioso y se mete en faena: escribe, lee o se asoma a la ventana a ver la vida pasar.



Su memoria le ha respondido, como le han respondido las fuerzas para seguir conservando ilusiones. Si uno envejece a medida que va dejando atrás las ilusiones, él es aún un adolescente que se entusiasma hablando de su Almería o volviendo a recordar las historias de su juventud.



Cuenta que nació el 26 de febrero de 1923. Su padre era el propietario de la huerta de la Taquilla, una de las fincas que recorrían la Carrera del Perú. Su abuelo, a cada varón que nacía, le ponía en la mano una finca y le adjudicaba una escopeta, tan valiosa como podía ser un carro con mulas en aquella época.



Todas las mañanas bajaba hasta Almería con su cartera a cuestas para asistir a la escuela que los hermanos de la Salle dirigían frente a la iglesia de San José. En invierno, si hacía mal tiempo, su madre le preparaba una cesta con la comida para que no tuviera que regresar a casa a la hora del almuerzo. La imagen de la madre esperándolo en la puerta de la finca a la caída de la tarde sigue tan presente en sus recuerdos como aquella tarde en la que tuvo que velarla junto a su hermana. Antonio tenía sólo nueve años cuando su madre falleció por culpa de una pulmonía. El padre se tuvo que marcharse a Almería a arreglar los papeles de la defunción y los dos niños, agarrados de la mano, esperaron durante horas junto al féretro.



La guerra no dejó grandes heridas en su familia. La pasaron en el cortijo, donde ni llegaron las bombas ni después llegó el hambre. La tierra fue su vida y su primer trabajo desde que era un niño. En ella creció y en ella estuvo hasta que se fue al servicio militar. Cuando regresó se colocó de tractorista en la Hermandad de Labradores, que ya dirigía Juan del Águila Molina, hasta que en los años sesenta entró a formar parte de la empresa CASI, recién fundada, en el almacén de suministros agrícolas.


Antonio Miras era entonces un trabajador incansable, que no dudó en buscarse otro oficio complementario para llevar otro sueldo a su casa. Por las tardes, cuando regresaba del almacén, se iba al Teatro Cervantes cada vez que había función. Allí empezó de tramoyista: montaba los escenarios cuando venían a actuar las compañías y era el encargado de tirar de las cortinas que abrían la embocadura del escenario.


De aquel tiempo recuerda que cada vez que venía una revista con atractivas vedettes, aparecían por el teatro un policía y un cura, que eran los encargados de la censura. Casi siempre chocaban con las artistas, a las que las obligaban a taparse un palmo más. Allí conoció a grandes actores y cantantes de la época. Todos forman parte ya de ese libro de memorias que está escribiendo y que no tiene prisa por terminar.


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