Almería, quien te viera... (9): Malos tratos, el pan nuestro de cada día

Cuando leo las noticias de violencia de género recuerdo los golpes y gritos cerca de mi casa

Isabel Martínez Soler recogiendo el Premio Meridiana.
Isabel Martínez Soler recogiendo el Premio Meridiana.
José Antonio Martínez Soler
21:39 • 02 feb. 2022

- “Paco viene otra vez cargao”, decía mi madre, al escuchar por el patinillo las voces del dueño de los coches de caballos, dos portales más arriba del nuestro. A continuación, gritos de dolor de su mujer. Aullidos desgarradores. Asustadas, muertas de miedo, gritaban también sus dos hijas pequeñas.  



Era el pan nuestro de cada día. De varios portales y patios del barrio salían broncas parecidas. No era solo en mi calle. Algunos amigos contaban lo mismo y, a menudo, lo documentaban con sus moratones por medio cuerpo. Las marcas más frecuentes eran de bofetones o de correazos. Las palizas a las mujeres y a los niños estaban a la orden del día. También había malos tratos con los alumnos en los colegios de frailes y monjas. 



Mi familia y yo debíamos de ser bichos raros. Que yo sepa, mi padre nunca pegó a mi madre, ni a mí, ni a mi hermana. Justificaba su rara actitud, en comparación con la de otros padres, diciendo que había crecido huérfano de padre. No tenía ningún modelo de autoridad patriarcal a quien imitar. Decía que “no sabía hacer de padre”. Mis amigos celebraban mi suerte por tener un padre tan blando. Un día, eso sí lo recuerdo, iracundo, dio un puñetazo a un armario y rompió la puerta. “Por no dárselo a tu madre”, reconoció entre risas que no me hicieron gracia. (La barbarie habita en nuestra piel, nos acecha y brota cuando menos lo esperas. Dominar nuestro machismo, aunque sea latente, requiere vigilancia constante.) 



Mi madre sí me zurraba de lo lindo. Ella me perseguía, muchas veces sin éxito, zapatilla en mano, para arrearme en el culo. Su declaración de guerra era superlativa: “Este niño me va a matar a irritaciones y a disgustos”. Aunque daño, lo que se dice daño, no me hizo nunca, me humillaba, y mucho, cada vez que me sacudía con la zapatilla o la alpargata.



Un día, con apenas ocho o nueve años, llegué a admirar tanto a mi madre que le perdoné todos los golpes que, merecidamente o no, me había dado en el culo. Venía del colegio a la hora del almuerzo y, al cruzar la Plaza Juan de Austria (hoy de los Derechos Humanos) vi a un grupo de vecinos parados en la puerta de mi casa. “Ya está mi madre cantando flamenco desde la cocina”, pensé automáticamente. Por costumbre. Cantaba de maravilla. Los de Nacimiento la llamaban “Morena Clara”, por haber interpretado ese papel en su pueblo. 



Mi madre estaba en medio del grupo, colorada como un tomate, escoba en mano. “Has hecho muy bien, Isabel. Le has dado una lección a ese cafre”. Eso dijo la vecina de enfrente. En cuanto ella me vio me cogió del brazo y me metió en la casa: “Vamos, hijo, que aquí se acabó lo que se daba”. 



Mi abuela Isabel lo vio todo desde el portal, sentada en su silla costurera. Me dijo que, al oír los gritos de socorro de la vecina, mi madre salió a la calle con lo que tenía en la mano, que era la escoba. “Salió hecha una fiera”, me concretó, “y se lio a darle golpes al vecino que estaba pegando a su mujer en la puerta de su casa. Casi le partió el palo de la escoba en la espalda. El vecino se acobardó y se fue huyendo hacia el Cerro. Dejó a su mujer malherida. La cara llena de sangre. La llevaron a la Casa de Socorro poco antes de que tú llegaras. Hay que ver la que ha armao tu madre.”.   



Mi madre ganó una gran reputación entre las mujeres del barrio. Y yo la subí a un pedestal. Me sentí muy orgulloso de ser su hijo.


Las mujeres maltratadas, en general, no tenían independencia económica. ¿De qué iban a vivir?  No denunciaban las agresiones por miedo y, además, no se fiaban de los policías. Entonces, todos eran hombres. Algunas habían sido objeto de burla y abusos en la propia comisaría. De hecho, las denuncias eran mínimas, y los malos tratos a esposas e hijos, hasta llegar al asesinato, eran frecuentes. 


El machismo no estaba mal visto

En los años 50 y 60, esas noticias no salían entonces en los periódicos. En 1987, siendo yo director de la Agencia EFE-Nacional, nos llegaban noticias de las muertes de mujeres e hijos desde todos los rincones de España. No tengo las cifras, pero, a través de nuestros corresponsales, el teletipo y el telex nos daban cuenta de esta masacre, casi anónima, todas las semanas del año. Los diarios, semanarios, emisoras de radio y demás abonados a nuestro servicio no solían publicar tales crímenes. 


Di instrucciones a los redactores jefes para que dieran prioridad a esos asesinatos y los incluyeran en el servicio a los abonados. Me llevé una triste sorpresa. Lo de “mata a su mujer y se suicida” no interesaba más que al semanario El Caso, especializado en sucesos. A veces, salía un párrafo a una columna en un diario calificado de serio. En página par, la que menos destaca. Así era la prensa entonces. Quizás trataba de satisfacer el interés de sus lectores, molestándoles lo menos posible. O bien, imbuidos de la propaganda de la Dictadura, los periódicos preferían pintar un mundo color de rosa. Las estadísticas de entonces, escasas y chapuceras, no eran fiables. Por eso, resulta difícil hacer comparaciones entre los crímenes machistas de entonces y los de ahora.  


Cuando yo era niño, el machismo aún no estaba mal visto. No era noticia. “Algo habrá hecho esa mujer”, solían decir algunos hombres que trataban de exculpar al maltratador. La cultura machista era dominante. Se palpaba en los burdos piropos callejeros, a veces, muy obscenos, o en los tocamientos no solicitados. Los chistes también eran frecuentemente ofensivos para la mujer. Las propias leyes vigentes de la Dictadura, inspiradas por el nacional-catolicismo, no digamos. Las mujeres no podían viajar, pedir un pasaporte, abrir una cuenta corriente, etc., sin permiso expreso del marido o del padre. Vivían como esclavas y, legalmente, como menores de edad.


El machismo tampoco estaba ausente en nuestra familia. Mis padres eran contrarios a que mi hermana Isabel saliera de Almería para ir a la Universidad. A mí me animaron. A ella se lo prohibieron. Colisionaban siglos de tradición con la modernidad. Esta actitud me dolía y decepcionaba. Recién casados y con 22 años, mi esposa y yo nos enfrentamos a mis padres y apoyamos a mi hermana para que se licenciara en Sociología en Madrid. Nos acusaron de traición. Isabel Martínez Soler se independizó y regresó a Almería con su título universitario que sumó al de Magisterio. Fue una gran precursora de la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres. Por ello la Junta de Andalucía le dio el Premio Meridiana. Cuando murió, en trágico accidente de tráfico con su marido y su hija, encontré en su casa algunos cheques antiguos que le envié y nunca cobró. 


En un par de años, nuestra vecina y sus dos hijas emigraron, en realidad huyeron, con unos parientes a un pueblo de Cataluña. En aquellos tiempos, las mujeres que huían del maltrato apenas tenían dos salidas: el servicio doméstico o la prostitución.  


Diez años más tarde, fui a estudiar Económicas y Periodismo a Barcelona y traté de contactar con mis vecinas. No tuve éxito. Cuando leo las noticias de violencia de género, que ahora sí se publican, recuerdo los golpes y los gritos cerca de mi casa. Muchos de mi edad, que conocimos aquella barbarie machista, hemos educado a nuestros hijos en valores de igualdad entre hombres y mujeres. Los ayuntamientos y muchos ciudadanos guardan minutos de silencio como protesta contra los crímenes machistas. Y mujeres amenazadas pueden pedir auxilio en el 016 que no deja huella en el recibo. Aunque lentamente, vamos mejorando. 


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